Por Baby B.

En la poesía rosarina de los últimos años, un grupo de poetas mujeres ha comenzado a desintegrar la hegemonía del realismo poético, entendido como la construcción de un panóptico visual a través del cual o con el cual se mira directa o indirectamente la realidad casi en una confrontación entre cuerpo y mundo.

En la poesía rosarina de los últimos años, un grupo de poetas mujeres ha comenzado a desintegrar la hegemonía del realismo poético, entendido como la construcción de un panóptico visual a través del cual o con el cual se mira directa o indirectamente la realidad casi en una confrontación entre cuerpo y mundo. Este desplazamiento supone la apertura de la praxis poética hacia un imaginario donde lo que se ve es una pantalla o algo de las pantallas —mediáticas, cibernéticas o cinematográficas— al punto de que la referencia se desrealiza por la centralidad de la imagen que deviene icónica.

La confluencia de estos imaginarios tecno-mediáticos se hizo evidente a lo largo de los últimos años. La primera vez que tuve la impresión de que algo ocurría en la poesía rosarina fue en 2012, cuando Lila Siegrist presentó el libro Vikinga Criolla. Ahí, comprendí que algo la unía a otro libro que había seguido en blog primero y luego en formato papel: Huesitos (2012), de Irina Garbatzky (quien presentó Vikinga criolla). Poco después, leí El gran dorado (2012), de Daiana Henderson (que reseñó a Siegrist) y hace poco, pude leer Góndola (2011), de Andrea Ocampo, gracias a su circulación en una feria de editoriales que tuvo lugar en el bar Bienvenida Casandra.

¿Pero qué permite poner en una misma constelación determinados libros, como si constituyeran la emergencia de un destello que ciega? Son versos e imágenes como las siguientes: “Con la íntima emoción/ de lo prohibido/ mezclaba en mi patio cloro y detergente/ y en siestas de calor/ aparecía Jim Morrison. Desde el mosaico, / crecido repetía/ enciende mi fuego, nena,/ antes de escurrirse por la rejilla”, confiesa Andrea Ocampo en “Sirenas”, aludiendo a un videoclip que se materializa en el patio. O también, este verso de Daiana Henderson: “Llego a pensar que el mundo es una broma/ que soy como el de Truman show”. O en Irina Garbatzky, en Huesitos: “Hay amor en esa escena, estoy segura,/ aunque llegue a mi mente como una imagen del/ cable”. Y en Vikinga criolla, de Lila Siegrist: “El subtrópico cuando avanza es bravo/ para dar cuenta que existe/ y vos frente a la pantalla como yo, / pero mudo, dormido”.

Versos y frases donde la referencia es una escena o parece una a través de las pantallas y, por lo tanto, donde no se puede escribir sino a través y a partir de imágenes escénicas del cable o recortadas en una pantalla (fotográfica, cinematográfica o cibernética). De este modo, el imaginario cinematográfico, cibernético o televisivo media o tensiona las prácticas hasta desrealizarlas en una imaginación mediatizada. No es que la realidad se haya anulado, sino que está mediatizada y tensionada por una práctica previa o simultánea que ocurre o ha ocurrido —y por lo tanto, ya se ha compuesto y ya se ha representado— en una pantalla, de modo que la realidad aparece en su desaparición. La poesía post: roduce la realidad con un imaginario mediático.

Pero lejos de agotar la posibilidad de leerlas como comunidad solo allí, “las chicas de las pantallas” la potencian a partir de la composición de voces en un tono informal que varía entre lo naïf y la acidez en un mismo libro y hasta en un mismo poema. El tono naïf no deflaciona la poesía culta hasta la nadería, sino que adquiere un peso propio en torno del cual gravita la voz hasta adquirir un volumen que desequilibra la percepción, como en un trance que adquiere velocidad o lentitud en función de la extensión o de los encabalgamientos que apagan o potencian las pausas finales del verso.

Tales tonalidades, —que por un lado continúan una enorme tradición argentina, desde Gianuzzi, la antipoesía, pasando por el objetivismo de los ’80, y la desrealización fantasmal de Diana Bellessi—, aquí aparecen, en realidad, fundidas a una expansión mediática a partir de canciones que le otorgan singularidad. Por eso, estarían más próximas a las exploraciones recientes de Gabby de Cicco en una serie de poemas compuestos a partir de la música de Patty Smith.

Las coordenadas en que parecen inscribirse los libros de “Las chicas de las pantallas” no responden a un proyecto colectivo ni a un panfleto de vanguardia. Son articulaciones que pueden reponerse en la lectura, como la emergencia de una comunidad cultural sensible que generó una forma específica sin necesidad del adoctrinamiento de grupo. Diríamos que es todo lo contrario o que, de haber un proyecto, pareciera ser el “anti: royecto”. Y esto señala una distancia de máxima con las prácticas de la modernidad sólida, incluso con las más recientes en la poesía argentina. Algo que puede leerse con claridad en el blog de Lila Siegrist (www.lavikingacriolla.blogspot.com.ar).

Si la poesía establece una relación con la realidad que es su desrealización mediatizada, si tampoco se trata de sostener un tono distante frente a los avatares de la música de los comerciales o de la cultura del rock, del punk, del pop y del folk, y si tampoco se trata de responder con la poesía a un proyecto colectivo, de grupo, con pretensiones télicas definitivas, ¿qué hace y qué puede esta poesía?

Lo que esa poesía genera son agenciamientos bio: olíticos de lo sensible, en un sensorio mediatizado a través de las pantallas. Porque eso es lo que todavía puede en un mundo saturado y hegemonizado por estas: sobrevivir como una forma en la que se puede sentir, percibir, degustar o corporificar algo entre y a pesar de la visión ya producida por las pantallas. Ese algo es múltiple: un banquete perdido como basura entre la basura (Siegrist), el final inespecífico de un rayo láser (Garbatzky), una compulsión orgánica (Ocampo) o la hermosura de un paseo en bicicleta (Henderson); es decir, todas formas de lo inefable cotidiano. La poesía, en definitiva, todavía puede sobrevivir entre las pantallas como multiplicidad indeterminada ante lo mismo compartido y ante la visión aparentemente pre configurada que, en la escritura, se desconfigura.

Baby B.

Baby B.

Escritor

(1981, Leones) Baby B. es un heterónimo de Cristian Molina. Escritor, profesor, investigador.

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