Por Esteban Galarza.

John Donne escribió que ningún hombre es una isla y que lo que le suceda a otro repercute en uno mismo. El cineasta alemán Wim Wenders hizo eco de esa máxima y buscó la recuperación del afecto perdido a través de una vuelta a los orígenes y a la infancia olvidada.

“Tal vez esa sea la lección más valiosa que pueda haber
para nuestra percepción, estropeada, limitada
y tan falta de instrucción:
reaprender a estar, simultáneamente,
en el instante y a la vez fuera del tiempo.”

“El único viaje real de descubrimiento, la verdadera fuente de juventud – ha dicho Proust – no consiste en buscar nuevos lugares sino en desarrollar nuevos ojos, en mirar el universo con los ojos de otros… de cientos de otros… de modo que podamos ver los mundos que cada uno de ellos vio.”

Wim Wenders

Hay imágenes de nuestra infancia que no nos pertenecen. Una serie de pensamientos con los que crecemos que no fueron generados por nuestras cabezas sino inoculados y bombardeados por una cultura pobre y consumista. Hay por otro lado una serie de recuerdos emotivos que sí son auténticos nuestros entre los que se incluyen juegos y experimentos en el jardín de la casa de los abuelos, los diálogos con hermanos o soliloquios mientras viajaba en el auto paterno, atravesando distancias tan largas que solo quedaba acostumbrarse a convivir con uno mismo. La persona adulta se nutre de ambos tipos. El crecimiento a través de intermediarios y de la propia esencia.

La memoria emotiva tiene dos formas de crecer: como constructo social, en conjunto con la familia, los vecinos, grupos diversos que se cruzan en el camino; o el personal, lo que es auténtico e íntimo. Wim Wenders sabe que es un imposible formar una infancia absolutamente personal sin las cicatrices que implica nacer en un mundo post Auschwitz, así que procura reconciliar la memoria propia con la inoculada por la cultura para un fin tan ambicioso como complejo: recuperar el amor y la compasión en una ciudad baldía. Berlín es esa ciudad y el tiempo es el de los años angustiantes previos al derrumbe del muro.

¿Cuándo empezó el tiempo / y dónde se acaba el espacio?

En Wim Wenders repica una idea como una campana de monasterio, cadente, pausada y constante: lo original como premisa del arte. Cabe preguntarse antes de continuar qué tipo de acepciones hay con respecto a lo original. Una, la más convencional y aceptada de nuestra civilización, es la de generar algo que antes no existía, una frescura puesta que proviene del futuro y que deslumbra positiva o negativamente por lo novedoso. La otra en cambio retoma una vieja visión casi olvidada: lo original como lo primigenio, la infancia perdida por el aturdimiento de la vida adulta. Estos dos puntos de fuga, tan distanciados en su concepción tienen su enclave en la figura del infante, el ser con poca o nula experiencia y que vive en el asombro constante.

La opción que prefiere Wenders es la segunda porque entiende que el siglo XX erró el camino, puso muchas ilusiones en el futuro como evolución constante. Esto no es algo novedoso ya que en cierto modo retoma la triste tradición de autores marcados por Auschwitz. La fe puesta en el futuro generó una humanidad quebrada y fragmentada tanto en su historia como en su naturaleza, así que la única vía es rehacer el camino hacia lo original, el inicio. Y es entonces cuando aparece la infancia como salvadora de la humanidad.

Wenders busca recuperar el amor y la compasión en una ciudad baldía. Berlín es esa ciudad y el tiempo es el de los años angustiantes previos al derrumbe del muro.

Wenders aplica su lógica de asombro infantil a toda su obra y por eso se cuida mucho de no repetirse, lo cual generó a la larga una filmografía dispar pero siempre honesta. Es en ésta lógica tan personal que ubicamos El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlín). Wim Wenders busca el asombro en el cine, si él no se conmueve como un niño hay algo que genera ruido en su cabeza. El cielo sobre Berlín no fue una etapa del cineasta, fue solo un momento de su filmografía, otra forma de rever la desolación en la que caímos.

El argumento es sencillo: Berlín, en la década de 1980 está devastada. Las cicatrices del nazismo hieden en todas las esquinas y supuran tristezas en todos los que habitan esa ciudad en ese momento específico. Esa humanidad gris está sedienta de experiencias distintas sin darse cuenta de la belleza que puede encerrar su cotidianidad. Para conservar en la memoria todas esas nimiedades que forman a las personas conviven con ellos ángeles que se mueven en el plano espiritual y que recopilan hechos vacuos a nuestro entender, pero que son tesoros en sus labios. Los ángeles son entidades fuera de la realidad, pero necesarios para que no caiga el tiempo en saco vacío. Su misión no es interferir en el tiempo sino capturarlo para la memoria.

El cielo sobre Berlín | Wim Wenders

La fe puesta en el futuro generó una humanidad quebrada y fragmentada tanto en su historia como en su naturaleza, así que la única vía es rehacer el camino hacia lo original, el inicio. Y es entonces cuando aparece la infancia como salvadora de la humanidad.

Entonces una de estas entidades angélicas se siente impelido por Amor. El enamoramiento directo hacia una trapecista extranjera y el enamoramiento indirecto hacia la experiencia de ser humano inmerso en tiempo. La gracia de descender y de empezar a sentir se le concede y es entonces que vive la vida con el asombro de quien descubre por primera vez las cosas. Incapacitado de adivinar en qué lugar pueda estar la mujer que lo enamoró siente desconcierto. Pero esa es una tristeza distinta ya que no la ve como una carga sino como una consecuencia de experimentar la vida en el tiempo. El encuentro se dará en un recital de Nick Cave & The Bad Seeds y que Wenders haya elegido ese momento no es casual. La música guió a las víctimas a las cámaras de gas y es la música la que se redime al guiar a la unión de Amor a dos personajes puros. El cineasta consigue purificar la música de una esencia nefasta así como Paul Celan revivió la lengua alemana del veneno nazi.

Cuando el niño era niño

El modo de filmar de Wenders emula al de un pintor. En El cielo sobre Berlín, frente al lienzo blanco, la primera figura que encuadra es al infante. La aproximación de Wenders sobre el mundo infantil no es naïve. Los mundos que despliega están despedazados, los hombres inmersos en un mal que sufren por errores propios o ajenos del pasado. No se puede saber la verdad detrás de la tragedia a pesar de que se devele la historia. Los trazos que decide exponer Wenders solo hablan de un misterio que sirve para entender pequeñas historias personales o La Historia, pero nunca de modo total. En esa intranquilidad aparece el ojo del infante.

Los niños solo saben que viven en un mundo adulto, pero tienen la belleza de disfrutar de las cosas tal como les llegan, sin prejuzgar si hay bondad o maldad. El asombro es inherente en ellos, no el mal. No padecen el desamparo del adulto porque ello pertenece a la nostalgia de extrañar un mundo perdido. Rüdiger Safranski bien hace notar que el adulto siente envidia por los animales y los niños porque ambos viven sus vidas con inocencia y sin culpa.

Berlín / Aquí soy una extranjera y sin embargo todo es tan familiar

El cielo sobre Berlín aglutina algunas historias individuales que flotan en el tiempo sin que suponga una evolución en la trama, y otras historias individuales que forman un entramado complejo pero que desemboca en una Historia central, que reconstruye lo fragmentado en uno. Wim Wenders dijo en algunas entrevistas que en París, Texas (1984) fue la primera vez que tomó conciencia de la importancia de contar una buena historia por sobre intercalar buenas tomas. Ya en El estado de las cosas (1982) se plantea la necesidad de escribir una historia para que el cine fluya. Sin historia la vida de los personajes pierde todo sentido. El cielo sobre Berlín supuso una unión de ambas etapas del cineasta ya que es una historia contada en fragmentos.

Berlín, la ciudad envenenada por el nazismo, despedazada por el odio y pisoteada por las botas de todas las naciones que ganaron la Segunda Guerra Mundial, permanece humillada. El mensaje que genera es que la única forma de recuperar la belleza y el afecto no es a través de seres ultraterrenos sino encarnándose en el tiempo, nuestro tiempo, y procurando amar el mundo tal cual se presenta con mirada ingenua. El ángel que encarna Bruno Ganz ama a la trapecista en toda su fragilidad. A su mirada infantil le suma un gesto ingenuo pero ambos restablecidos en su función original, es decir, nada tonta y absolutamente humana.

La única forma de recuperar la belleza y el afecto no es a través de seres ultraterrenos sino encarnándose en el tiempo, nuestro tiempo, y procurando amar el mundo tal cual se presenta con mirada ingenua.

Wenders entonces hace una doble recuperación a través del amor: de la ciudad de Berlín y de la dignidad humana. Decide cerrar su película con una figura que hasta entonces no apareció en éste texto: el anciano poeta, el émulo de Homero y el cronista que atraviesa todas las épocas de la humanidad. El anciano poeta recorre la ciudad, sobre el final de su vida pasa revista a todas las cicatrices que arden en Berlín y se decide por continuar tras haber recuperado una visión de inocencia, pero sumergida en la experiencia:

“Muéstrame los hombres,
las mujeres y los niños que me buscarán
a mí, a su narrador, a su cantor,
al que les da el tono,
porque
me necesitan más que a nada en el mundo.
¡Hemos embarcado!”

Esteban Galarza

Esteban Galarza

Colaborador

(1984, José C. Paz, provincia de Buenos Aires) Estudió letras en la UCA y Periodismo en TEA, donde es profesor de dos niveles de Redacción Periodística. Fue redactor de revistas de cultura y rock entre los que se cuentan Caras y Caretas, Kundra, Yo soy la morsa, entre otros. Administra su blog Ciudad de neón y el fansite oficial de Facebook David Bowie Argentina.

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