Por Valeria Sabbag.
En el oficio de escribir los textos nos invitan siempre a una última oportunidad: la de ser corregidos y salvados. O todo lo contrario.
Ni todos los textos son buenos. Ni todos los textos son «tan» malos. Lo que se escribe con pasión, de un tirón, como una catarsis, con talento y genio, puede ser un texto maravilloso o pasar a ser parte del tacho de basura. O aún mejor: puede salvarse. Lo que se escribe con detenimiento en cada frase, a ritmo lento, medido, pensado, puede ser muy prolijo pero carente de pincelada literaria. O aún mejor: quizás puede salvarse.
Para empezar, en cada texto hay un corazón.
El que escribe con asiduidad sabe que toda la masa gorda del material que abunda en su inventario es siempre vulnerable. Es sensible a la propia crítica, al paso del tiempo, a la corrección. Y también sabe que aunque todos los textos sean parte de un ego mimado, alguno sobrevivirá y a otro habrá que soltarle la mano. ¿Qué lo determina, si a menudo el que mira es siempre el que escribe, el mismo que crea? ¿Es posible mantener la objetividad? Son preguntas obligadas.
Para empezar, en cada texto hay un corazón. Un corazón como un nervio puesto al servicio de la literatura. Un corazón como una emoción grande, dulce, arrítmica, personal, que a pesar del tiempo, sigue latiendo. La metáfora podrá parecer cursi pero ayuda a ilustrar. Porque en el ejercicio y la gimnasia de corregir un texto, lo que el escritor deberá volver a encontrar será esa emoción que sigue viva. Si sigue viva, algo hay y si algo hay, algo puede salvarse. Para salvar hay que quitar lo que sobra, lo que opaca, lo que no favorece. Me refiero a ir contra los vicios de escribir: abusar de la adjetivación, de las descripciones harto minuciosas, los pensamientos floreados del autor por encima de los personajes, todos esos bordes rococó que no le aportan a la estructura, al tejido y, sobre todo, distraen o confunden el interés del lector. Si no hay nada que contribuya, en ese caso y sin pena, cortar, quitar, despejar la historia, definir mejor a los personajes, limpiar para que aparezcan los silencios, para dejar al descubierto la belleza que quiere transmitirse.
Insisto, lo importante es que ese texto siga guiñando un ojo, tenga un perfume. Algo que aún siga conmoviendo. ¿Un pequeño diálogo? ¿Un verso?
También estoy intentando decir: el texto puede convertirse en algo mejor en la próxima obra, no está obligado a superarse en la actual. ¿Ejemplos? Una prosa cargada puede convertirse en un poema que levita. Una novela tediosa en una nouvelle que es una cajita de bombones. Un texto escrito al pasar y a punto de ser borrado, en las palabras de un personaje.
¿Quiere decir que todos los textos pueden salvarse? No. El exceso de amor también puede ser perjudicial.
Para todo eso se necesita tiempo. El tiempo es un gran decantador, el tiempo sabe filtrar. El tiempo nos da tiempo, valga la redundancia, de volver a evaluar, de curar a un texto herido, de transformar y reciclar. Porque el tiempo nos da distancia y de cierta manera, la distancia nos ofrece más criterio, tijeras más afiladas.
¿Quiere decir que todos los textos pueden salvarse? No. El exceso de amor también puede ser perjudicial. Y uno de los peores atentados será enamorarse ciegamente de un texto. Prender «fuego» alguno que otro, que de principio a fin no tiene nada y está en un coma absoluto, también es acto de coraje necesario, cuando no, liberador. El vacío puede llegar a ser estimulante.
El vacío puede llegar a ser estimulante.
Dos cosas más que terminen de completar la idea. La primera, que al encontrar la emoción en el texto, ese corazón, sea buena receta no anularla, no perderla en el afán o entusiasmo por corregir. O mejor dicho, en el exceso neurótico por corregir.
La segunda, que salvar un texto es importante porque valora todos los esfuerzos: dice que hay alguien que escribe y lo está intentando. Que luego ese texto no se salve y nos salude como un bollo arrugado es otra cuestión. Pero la amabilidad de intentarlo, de ponerlo a prueba, le confiere valor a uno de los actos más humanos y hermosos de este planeta (si lo ven muy meloso, recorten un poco eso último): el de escribir.

Valeria Sabbag
Colaboradora
(1974, Buenos Aires) Nació en Buenos Aires el 11 de agosto de 1974, es Licenciada en Publicidad y escritora. Durante 4 años se formó en el taller de Santiago Kovadloff. Ha publicado Deliciosos Cigarrillos Mentolados (cuentos) y La soledad del instante (poesía). Cuando no escribe, se define como una aprendiz del flamenco desde hace 8 años.