Por Valeria Sabbag.

Están ahí. Están a un click de sus lectores, expuestos a un mundo que los mira escribir, pero también dar me gusta, comentar sobre política y enojarse. Son escritores online, de este tiempo.

¿Quién imagina a Jorge Luis Borges dándole «me gusta» a un cuento de Silvina Ocampo? ¿Y comentando con un emoji repleto de corazoncitos a una foto de perfil de María Kodama? ¿Y a Kodama con cara de perro de Snaptchat? ¿Y a Adolfo Bioy Casares compartiendo «tantos años de amistad» porque Facebook se lo recuerda, en el muro de Borges? ¿Alguien es capaz de elucubrar los diferentes estados de Kafka? «Kafka se siente como un insecto». ¿Quién puede pensar en una Virginia Wolf con una foto que hoy se titularía «sube la temperatura en las redes»? O algo más cerquita: a Juan Gelman publicando uno tras otros sus poemas.

De ellos, resulta inimaginable y muy distante a lo que esta época tecnológica ofrece. Muy por el contrario, los escritores eran esos personajes algo inalcanzables, con rostros no del todo conocidos. A diferencia de los actores, que siempre eran perseguidos por sus fanáticos –una manera de ejemplificar– los escritores eran más fantasmales, más detrás del escritorio, porque acaso esa suerte no los corría; y aunque es innegable que el reconocimiento les interesaba (son artistas) todo ese griterío, no les quitaba el sueño.

Con suerte, y algunos con discreción, se prestaban a entrevistas en la televisión o en otros medios conocidos. Tenían la libertad o el privilegio de esconderse del mundo sin usar lentes oscuros. Pero ahora resulta que la palabra, esa palabra tantas veces corregida en el papel y tan acicalada en el decir, está al alcance y fuera del papel. A la vista de todos y al alcance de la emoción. Y cuando no, al borde de la tentación. ¿Quién no vio, en algún muro de algún escritor reconocido (o no tanto), una reyerta con un seguidor? ¿Y quién no la leyó de punta a punta?

Los escritores eran esos personajes algo inalcanzables, con rostros no del todo conocidos.

En ese caso, se abren distintas preguntas. Las mismas preguntas que puede tener un usuario digital que lo piensa y no lo dice, o, por el contrario y amigado con el medio, no tiene ningún reparo en comentar, en salirse de sus cabales y en olvidarse después. O no.

Una pregunta obligada es pensar si dicha exposición del escritor –siempre humano pero ahora pareciera que más– no afecta lo que el colectivo piensa de su obra. ¿La vuelve más interesante o más contradictoria? ¿Su forma de exponer su vida privada, la condena a una obra meramente referencial? ¿Socava la mística de la ficción?

¿En qué momento la ficción de su obra no se mezcla, en la mente del lector, con álbumes de fotos del escritor en sus vacaciones, con sus ideas políticas, con sus aciertos culinarios, con sus reuniones en familia, con sus parejas declarándole amor, con sus mascotas y con sus lutos? ¿Permite más libertad para leer su obra o la condena con lo visto? Con lo público, con lo inevitable, con ese escritor que también es usuario, que también es instantáneo, que también se arrebata, que también forma parte de un mundo conectado.

Y vayamos un poco más allá. Pensemos si la idea de leer sus textos, sus anticipos de novela, sus cuentos, sus versos en red, sofoca el anhelo por leerlo en papel. Y un paso más: ¿es aún imprescindible leerlo en papel?

Pensemos si esa idea apaga en el lector, el misterio y la avidez por leer una obra próxima. Y tengamos siempre a mano una pregunta que cuestione a las anteriores: ¿importa? Es cierto que las grandes figuras –aunque no todas– encargan la tarea de administrar esa imagen de perfil artístico en redes a otros profesionales capacitados. Pero la voz queda extraña: en las contestaciones se respira un entusiasmo fingido, muchas veces medido al punto de un robot. Cualquiera se da cuenta de que allí no habita más que un alma con sueldo y que del escritor queda apenas una foto de perfil.

¿Su forma de exponer su vida privada, la condena a una obra meramente referencial? ¿Socava la mística de la ficción?

Si lo viéramos desde un punto de vista más positivo, podríamos decir que el escritor como figura se vuelve más accesible, tiene un contacto más fluido con su público y eso lo alienta y emociona en el proceso de creación de su obra. Por fin, escritor y lector se unen sin trabas y sin puentes. Son amigos que se leen y comparten. Son lectores que se acercan para consultar por un libro, por una duda, por un taller literario, por curiosidad, por amor a su obra. Por el hecho de disfrutar de las mismas letras.

En este caso, luzcamos la expectativa: ¿podría ser?

Agreguemos que se retroalimentan y que inclusive es inspirador para otros escritores que recién comienzan con la tarea, a lanzarse, a darse a conocer, a ser más abiertos.

Como las preguntas, el público lector también puede dividirse porque una época con tanta ebullición se dispara hacia muchas vertientes y ninguna se queda quieta en el aire. Habrá algunos que leerán a sus escritores en pantallas. Otros, ejercitados lectores, irán corriendo a la librería y amarán desde siempre el olor a biblioteca. Desde hace rato se escuchan las preferencias: «¿vos leés de pantalla o en papel?» A otros lectores, pese al «me gusta» les dará cierta urticaria que su preferido sea tan mortal como ellos.

Una cosa es indiscutible: para bien o para mal, esta época acorta todas las distancias. Eso supone dos escenarios: la cercanía encima y molesta o amalgama y amiga. Habrá que ver.

Valeria Sabbag

Valeria Sabbag

Colaboradora

(1974, Buenos Aires) Nació en Buenos Aires el 11 de agosto de 1974, es Licenciada en Publicidad y escritora. Durante 4 años se formó en el taller de Santiago Kovadloff. Ha publicado Deliciosos Cigarrillos Mentolados (cuentos) y La soledad del instante (poesía). Cuando no escribe, se define como una aprendiz del flamenco desde hace 8 años.

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