Por Cristian Fernando Carrasco.
Entrega #4
Después de pasar por muchos corredores, pasillos, halls, salas de estar, galerías, y de ser examinados cual insectos por mucamos, amas de llaves, choferes, personal de vigilancia privada y demás, llegamos a la bóveda. El tío Caronte nadaba en un monte de monedas de todo tamaño y color. Algunas ni siquiera eran dinero real: había monedas de chocolate, derretidas dentro de su envoltura dorada de doblón español, pedazos circulares de chapa, tapas de gaseosas, pero eso al tío parecía no importarle. Es más: le causaba gracia la tentativa de los humanos de engañarlo y aceptaba esas ofrendas falsas como un souvenir.
Esos intentos se basan en la noción generalmente asumida, pero errada, de que Caronte es ciego. Se piensa que para él no tiene sentido intentar mirar en medio de la oscuridad absoluta del mundo de los muertos, que no hay ninguna fuente de luz en el infierno, salvo que Hades esté presente brillando como brillamos los dioses porque… porque somos vanidosos. Pero Caronte también refulge: de hecho su nombre significa “el brillante”.
A veces me pregunto si Caronte brillando no es la famosa luz al final del túnel que creen ver los moribundos.
*
El tío nadaba en su montaña de monedas como otro tío famoso. El oleaje dorado se desplazaba con el sonido tintineante que sólo hace el dinero chocando suavemente contra el dinero. Era hipnótico, cadencioso.
Los óbolos, dejados de a uno en las bocas o de a dos en los ojos de los fallecidos, no lastimaban su cuerpo porque… porque es un dios… pero creo que eso ya quedó establecido y que nadie se va a sorprender de ahora en adelante si mis personajes realizan actos que no le son posibles a los humanos normales.
Ubicados sobre una plataforma alta, tras un barandal, gritábamos para llamar su atención, pero ya sea porque no podía escucharnos o porque nos ignoraba de forma consciente, no se dignó a dirigirnos la mirada. A lo mejor no era ciego pero sí sordo. O a lo mejor las personas rodeadas de montañas de dinero eligen no escuchar nada de lo que pasa a su alrededor, menos aún si se trata de un grupo de desesperados.
*
No se puede estar mucho tiempo gritándole a alguien que no escucha porque el sonido tintineante de las monedas se lo impide. Decidimos utilizar el tiempo muerto de forma positiva y entramos en la casa para ver si algún sirviente nos dejaba pasar a la cocina. Presentarme como el sobrino de Caronte no sirvió de mucho: los criados sabían que los dioses tenemos relaciones familiares complicadas y no les importaban demasiado los vínculos. Aparte, afirmar que Caronte es mi tío es extender ampliamente el sentido de la palabra. Puede ser mi tío tercero, o cuarto pero, como ya lo dije, el dios que no esté emparentado con otro de su mismo panteón que tire la primera piedra.
No es una cuestión de conveniencia ni de ventajismo: sinceramente considero a Caronte mi tío, le tengo un gran cariño desde que me cruzó por el Aqueronte al renacer. Fue el primer ser que hizo algo bueno por mí, en el mismo momento de mi renacimiento… o mi tercer nacimiento, depende cómo se lo vea.
Pero eran otros tiempos. Eran tiempos míticos. Una vez en el mundo del hombre los atributos, las personalidades, e incluso a veces los poderes de los dioses cambian.
*
Es interesante la relación entre la muerte y el dinero.
En mi religión, sólo el óbolo para Caronte garantizaba el paso seguro al Hades, pero ¿para qué? ¿Qué es lo que garantizaba en realidad? Porque no había diferencia entre vagar por este o el otro del Aqueronte, si de todas formas el muerto es sólo un fantasma sin sustancia y sin conciencia. Lo que compra el óbolo es la tranquilidad de los vivos, la seguridad de que el alma del muerto quedará sellada tras los ríos infernales sin posibilidad de escapar, de salir, de regresar a incordiar a quienes lo sobreviven.
En la religión de Jesús se pagan, es decir se compran, misas por el alma de los difuntos, como forma de asegurarse que descansen en paz. ¿Pero qué significa descansar en paz? Básicamente, no regresar a la tierra para finalizar asuntos irresueltos, para tirar de los pies a sus deudos en medio de la noche. Entonces la paz que se compra, de nuevo, no es la del muerto sino la de los vivos.
Es significativo que en la religión de Balder no sea un hombre, como Hades o Lucifer, sino una mujer quien reina en el inframundo: Hela, quien además no está allí por elección propia sino que fue desterrada por el asco que su aspecto, medio cuerpo en estado de putrefacción, causaba en el resto de los refulgentes dioses Asgardianos.
Precisamente pensaba en Hela cuando la vi pasar. Caminaba por uno de los pasillos cubiertos que ingresaban a la casa principal desde las instalaciones externas. Desde la piscina, supongo. Llevaba un toallón en turbante y una bikini a lunares amarillos, diminuta, pletórica en su parte superior pero suelta, tal vez enganchada en las costras de su piel podrida, tal vez sostenida por algún gordo gusano laborioso, en su mitad inferior.
*
Caronte había montado una especie de casa de retiro para dioses del inframundo, algo muy exclusivo y elitista, como podría esperarse. La gigantesca mansión no era sólo su hogar sino un spa dedicado a que disfrutaran de la vida aquellos que tantos siglos habían vivido rodeados de muerte y sacaban de ella, de la muerte, su poder y magnificencia.
Mientras nos servía café con leche con tostadas en una bandeja de plata del tamaño de una rueda de camión, el mozo nos comentaba que, al principio, decenas de dioses ctónicos pululaban por el predio, había fiestas todas las noches y la cocina no daba abasto preparando manjares, pero que ahora, sin haber visto que ninguno hiciera el check-out (lo dijo así, check-out, como si no hubiera una expresión en castellano para indicar que alguien deja la habitación de un hotel), el número de inquilinos/invitados había descendido, si lo pensaba, progresivamente, pero no lo había pensado hasta ese momento.
De hecho, tanto había descendido la concurrencia que los únicos que él podía asegurar que quedaban en la mansión eran Caronte y Hela.
*
Previsiblemente, Caronte y Hela estaban enredados en una relación amorosa. Era raro verlo todo romántico, cantándole al oído covers reversionados como “Hela, Hela, don’t dream, it’s over”, cuando al fin terminó con su baño de dinero y se reunió con nosotros en la sala como si nada, haciéndose el sorprendido de vernos ahí.
Balder empezó a sentirse incómodo, pero se lo endilgamos al bajón: no había dinero para nada más que lo estrictamente necesario, y hacía días que no se daba un saque. Sus afirmaciones de que esa no era Hela, o sea sí, era el cuerpo de Hela, su voz, su olor nauseabundo, sus colonias de insectos que se alimentaban de la descomposición, su pelo negro como la noche cerrada; pero en realidad no era Hela; o no era solamente Hela sino algo más, algo que no debería estar ahí, como un eco en sus movimiento y en sus palabras, un eco ajeno a ella… todo eso nos parecía paranoia provocada por la abstinencia.
-¿Estás seguro?
-Sí, yo la conozco. Estuve muerto, en su presencia. Comí con ella varias veces, charlamos, y te aseguro que acá hay algo raro… como una presencia, como una jauría de fantasmas en su voz, no sé.
-Claro, porque es muy sorprendente que una diosa del inframundo parezca rodeada de fantasmas.
-No digo rodeada, no se trata de que pase algo afuera o alrededor de ella. Le pasa algo por dentro. Ya no es igual.
-¿Es una vigilante de la federal?
-No, está como aumentada, como facetada en otras presencias, como un mismo cuerpo ocupando distintas longitudes de onda –respondió, sin apreciar mi fina utilización de las letras de punk de principios de los noventas.

Cristian Carrasco
Colaborador
Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).