Por Rodolfo Edwards.

Hay quienes todavía creen que la poesía existe sólo en los libros. Ese fue el principal debate cuando se dio a conocer que Bob Dylan obtendría el Premio Nobel de Literatura. En esta nota, Edwards recorre los caminos de la poesía por fuera de los libros.

Hay quienes todavía creen que la poesía existe sólo en los libros, que necesita del soporte de una publicación en papel para ser considerada como tal.

Orgullosamente pertenezco a una generación que volvió a poner a la poesía en acción, que la sacó de los libros, que salió a los bares y a los antros, a la calle y a intemperies varias, a poner el cuero, a defender con voces, garras y dientes lo que estaba condenado a las grafías de los laboratorios o a los firuletes suicidas de falsos malditos.

Me considero como poeta un hijo de las canciones; por ellas llegué a la poesía y sus derivados. Un disco como Artaud de Luis Alberto Spinetta tenía una llave para entrar a la literatura.

Las letras de King Crimson las escribía el poeta Pete Sinfield; también Cream tenía en sus filas al poeta Pete Brown, Elton John tenía a Bernie Taupin como socio letrista, la poesía de Pipo Lernoud pisaba fuerte entre las mejores canciones de Moris y Miguel Abuelo. La vinculación de los rockeros con la literatura no es nada nuevo. Por eso el Premio Nobel otorgado a Bob Dylan no debe representar una sorpresa, es como si se lo hubiesen dado a Allen Ginsberg, a Gregory Corso o a Lawrence Ferlinguetti. Dylan encontró en la canción su recinto literario, su vehículo de expresión y no precisó publicar libros.

En líneas generales se siguen sosteniendo que la letrística no tiene status literario.

El Nobel de Bob Dylan vino a poner sobre el tapete cuestiones como la distinción entre “letra” y “poesía”. Escuché a alguien decir por estos días que a Dylan tendrían que haberle dado el “Nobel de la Canción” y no el de Literatura. Tanto un “poema” como una “letra” se hacen con palabras. Lógicamente, todo pasa por la velocidad del transporte: cuando un poema se sube a una canción, viaja en avión, ya que se reproduce en radios, ipods y tocadiscos, mientras que un libro de poesía no tira más de 300 ejemplares y el proceso de difusión es mucho más lento; ni que hablar de una lectura de poesía…. Las palabras se esfuman en el aire después de ser recitadas, salvo que lo graben y después lo pasen por Lamás Médula Radio o por algún otro lugar de la webósfera.

“Todo es poesía, menos la poesía”, dijo alguna vez Nicanor Parra, aludiendo al éxodo de la poesía de las formas y envases tradicionales: la poesía podía aparecer en cualquier parte, travestida en apariencias infinitas, metamorfoseándose según la ocasión. He visto poesía escrita sobre una pared, enredándose entre los cables de un micrófono o saliendo por un megáfono en una calle cualquiera, para amplificarse y propagarse en el viento. Un libro sigue siendo un joyero donde guardamos las alhajas más queridas para que no se pierdan en la vorágine, pero la poesía está en todas partes, es un organismo vivo que vive y se reproduce en los ambientes más hostiles, laboriosa como las hormigas y con una enorme capacidad de supervivencia como las cucarachas. En el último día del mundo, habrá poesía.

En nuestro país aún pervive esa vieja maña aristocrática de separar la poesía “mayor” de la poesía “menor”; hacer eso es una sutil manera de discriminar, de practicar un apartheid, donde se sectoriza de acuerdo a una evaluación de cualidades y procedencias. Claro que a muchos puristas del medio pelo literario, les da cierta tranquilidad que exista “poesía menor” porque de esa manera se sienten superiores escribiendo esas pavaditas ilegibles que suelen difundir entre cuatros de copas como ellos. ¡Esa maldita necesidad clasemediera de sentirse superior a otro!

Dylan encontró en la canción su recinto literario, su vehículo de expresión y no precisó publicar libros.

 

Para que no contamine la pureza inmaculada de los probos, confinada y aislada en un ghetto, aquella poesía denominada “menor” ha sobrevivido desde los tiempos de la juglaría haciendo equilibrios entre las cuerdas de una lira, de una guitarra, de una mandolina. Cuando en otros países, como nuestros vecinos Brasil o Uruguay, la cultura popular es reconocida, valorada (y exportada), en Argentina prevalece un desprecio y una sospecha hacia las tradiciones populares que rápidamente son asociadas con el facilismo estético, la vulgaridad y la grasada. Hay un viejo trauma en Argentina: el miedo a ser o parecer grasa, nadie quiere serlo y se le escapa a ese rótulo como el gato al agua. Por eso, la muchachada escribe presionada por evitar caer en la “banalidad”, el “romanticismo” o “la legibilidad” que los condenaría al círculo del infierno de los grasas. Los antólogos de poesía argentina no son muy afectos a incluir “letristas” de música popular en sus compilaciones; con reparos, suelen meter a alguno del tango o del folklore y con el rock nacional todavía no se atreven. En líneas generales se siguen sosteniendo que la letrística no tiene status literario.

Las escrituras medrosas y reticentes ahuyentan lectores, y entonces no queda otra que la autoflagelación y echarle la culpa a Tinelli o a Mirtha Legrand.

Pervive esa vieja maña aristocrática de separar la poesía “mayor” de la poesía “menor”; hacer eso es una sutil manera de practicar un apartheid.

Lo que no se suele tener en cuenta es que detrás de cada obra hay un proyecto creador intransferible: no todo se puede medir con la misma vara. El payador Gabino Ezeiza no tuvo las mismas motivaciones que Jorge Luis Borges al emprender su carrera artística. Borges y Ezeiza son diferentes, responden a distintos imaginarios sociales, hicieron distintos usos de la poesía. Si comparamos el básquet y el fútbol, en el primero hay aros, en el segundo hay arcos, uno se juega con la mano, en el otro se usan los pies. Cada maestro con su librito. Todos merecen un lugar bajo el sol.

Estuve leyendo opiniones críticas por la adjudicación del Nobel a Dylan. Algunos tiraban la lista de los que no lo recibieron, encabezada por nuestro Borges, otros se lamentaban de que no se lo dieron a un escritor “de verdad” como Philip Roth, que lideraba las apuestas. Frente a esa avalancha de nombres tan prestigiados, Dylan queda como un mero trovador rockanrolero, desmelenado por los años, con un par de libros publicados y un montón de canciones con “letras” que “rozan” la poesía. Los agentes del campo cultural se tuvieron que comer el sapo de que le den el Nobel a Dylan, tuvieron que aceptarlo a regañadientes, sabiendo que empezaron a perder sus fueros: la literatura hace rato que empezó a redefinirse, circulando por todo tipo de canales, poniendo en crisis la idea de valor literario. Al tornarse imprevisible y fragmentaria, discontinua e indomable, la literatura de hoy se ha transformado en un formulario continuo, al que todos contribuimos. La profecía del Conde Lautréamont se ha cumplido: “la poesía debe ser hecha por todos”.

El Nobel a Dylan conlleva un alto poder simbólico, representa un cambio de paradigma y un reconocimiento a la cultura popular mundial. El arte tiene el poder de borrar las fronteras y la poesía de Dylan se abraza con Chico Buarque, Caetano Veloso, Vinicius de Moraes, Agustín Lara, Atahualpa Yupanqui, Jaime Dávalos, Alfredo Zitarrosa, José Carbajal, Ramón Ayala, Alfredo Zitarrosa, Violeta Parra, Leonard Cohen, Donovan, Bruce Springteen, Jim Morrison, Joni Mitchell, Jacques Brel, Horacio Ferrer, John Lennon, María Elena Walsh, Javier Martínez, Luis Alberto Spinetta, Charly García, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi, Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez y tantos otros songwriters que, agarrados de la mano, hacen una ronda interminable rodeando el corazón de sus pueblos.

“Todo es poesía, menos la poesía”, dijo alguna vez Nicanor Parra.

Y valgan estos versos de Guitarra negra, de Alfredo Zitarrosa, para arrimarle a Dylan un pariente de este lado del mundo. Cuando la verdad ilumina la poesía, la respuesta está soplando en el viento. Arrinconado por el exilio, de una maraña de milongas salía la voz de don Alfredo diciendo esto:

“Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes, bajo sospecha de subversión… Y no halló nada… No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, ni al Príncipe Kropotkin, ni al Uruguay ni a nadie… ni a los muertos Fernández más recientes… A mí tampoco me encontró… Yo había tomado un ómnibus al Cerro e iba sentado al lado de la vida”

La poesía está en el aire, respiren hondo ¡y a cantar!

Rodolfo Edwards

Rodolfo Edwards

Colaborador

(Buenos Aires, 1962). Licenciado en Letras (UBA). Es crítico literario, poeta, escritor y periodista. Fue miembro de la redacción de la revista “18 whiskys” y dirigió las publicaciones “La Mineta” y “La Novia de Tyson”. En 2014 publicó el ensayo Con el bombo y la palabra. El peronismo en las letras argentinas (Seix Barral). En 2016 Eloísa Cartonera editó La épica del movimiento continuo, su obra poética reunida. Colabora regularmente en suplementos y secciones culturales de medios gráficos.

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