Por Claudia Sánchez Rod.
En el Día de los Muertos, Claudia recorre la última de las diez librerías que seleccionó como las más importantes de Ciudad de México. En esta oportunidad, el jardín y los rincones de lectura se ven copados por disfraces y motivos de muerte. Claudia se suma al juego de contemplación y nos invita con ella.
El centro de Coyoacán estaba repleto de gente disfrazada. Era Día de los Muertos así que las catrinas, calaveras, fantasmas, espectros y muchos otros seres de otra dimensión se paseaban por el jardín Centenario, bebían café en los restaurantes, comían algodones de azúcar sentados en las bancas y se tomaban selfies. Las campanadas de la iglesia de San Juan Bautista se perdían entre la multitud; la ruidosa música de mariachi parecía haber tomado la Ciudad de México. Era difícil caminar entre la muchedumbre. Me parece que esta celebración se ha vuelto la más importante del país en los últimos años, por alguna razón que no termino de entender entusiasma mucho a la gente (me incluyo).
Llegué a la calle Fernández Leal y se hizo la calma, esa calle tiene magia. Desde ahí, el otoño se puede contemplar a detalle, como en cámara lenta. En el número 43 está el Centro Cultural Elena Garro: mi destino. Una enorme casona de principios del siglo XX que a través de una inmensa pared de cristal exhibe todo un universo de libros. Es como si no hubiera división entre esos libros, la calle y la vegetación. La fachada es un preámbulo de algo emocionante. En este barrio se concentra una de las ofertas culturales más ricas de la ciudad, hay librerías por todas partes, pero ésta es única, francamente lo es.
Desde ahí, el otoño se puede contemplar a detalle, como en cámara lenta.
El interior de la librería es un espacio de triple altura, lleno de huecos que dejan pasar la luz natural. Lo primero que vi al entrar fue una imagen de Elena Garro en el muro de enfrente. Nunca antes había caído en cuenta de lo bella que fue. Estaba ahí, etérea, con la crencha irregular de su cabello claro y sus ojos llenos de melancolía. Me puedo imaginar que Octavio Paz debió empezar a amarla desde la primera vez que la vio, cuando apenas era una adolescente preparatoriana y no tenía ni la menor idea de todas las cosas —bellas y terribles— que iba a vivir. Sus largos años en el exilio deben haber sido muy duros. El exilio es, supongo, una de las penas más duras que alguien pueda sufrir, estar lejos de tu país y de tu gente, no por gusto, ni por aventura o simple exploración del mundo, sino porque las puertas de tu patria están cerradas para ti, es como si no pudieras entrar a tu casa, a tu habitación, como si no pudieras meterte en tu propia cama ni leer el libro que dejaste en tu mesita de noche porque alguien te arrebató las llaves de todo lo tuyo. Ahora entiendo por qué Adolfo Bioy Casares hizo de Elena su musa clandestina y le escribió tantas cartas a lo largo de muchos años. Él, siendo el dandi que fue, debe haber presentido en ella un mundo asombroso, por eso capturó parte de su esencia en El sueño de los héroes.
El exilio es como si no pudieras entrar a tu casa, como si no pudieras meterte en tu propia cama ni leer el libro que dejaste en tu mesita de noche porque alguien te arrebató las llaves de todo lo tuyo.
El CCEG es un lugar sorprendente, tiene tres bloques principales: el frente, con apariencia de foyer, que da la bienvenida al visitante; la casona, que alberga la librería; y la parte trasera, donde hay una cafetería al aire libre con vistas a un jardín lleno de enormes árboles. Se está muy bien aquí, te pone a salvo del frenético transitar que hay allá afuera. La oferta editorial es muy extensa: libros de estética, teoría del arte, pintura, arquitectura, escultura, fotografía, filosofía, sociología, política, pedagogía, historia, antropología, religión, derecho, administración y un largo etc., dispuestos en enormes estanterías de piso a techo. La luz natural alcanza todos los rincones, hay, además, muchos sillones y mesitas por aquí y por allá para detenerse a observar los libros con toda calma. El lugar está adornado para el Día de Muertos: calaveras de azúcar, papel picado, flores de cempasúchil, pequeñas ofrendas y, en un rincón, una difunta vestida con un moderno outfit lee en compañía de su gato Recuerdos del porvenir.
Salgo a la calle y camino en busca de algún lugar donde tomar algo, llevo conmigo un libro de Tamara de Lempicka que muero por hojear. Estamos en pleno otoño y aun así amenaza lluvia, en esta ciudad la lluvia se ha vuelto un elemento más del paisaje. Entro en una cafetería, me siento junto a la ventana y me pido un whisky. Desde ahí, veo a la gente pasar deprisa, buscando refugiarse del agua, les preocupan más sus disfraces y sus maquillajes que otra cosa, naturalmente.
Una ciudad jugando a estar muerta, eso somos ahora mismo.

Claudia Sánchez Rod
Colaboradora
(Ciudad de México) Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, cursó la Diplomatura “An approach to the meaning of life and death”en la Universidad de Toronto, Canadá. Se ha desempeñado como periodista y traductora. Entre sus publicaciones se encuentra el poemario El vino derramado (Barcelona), el libro de cuentos La marta negra(Barcelona) y el poemario Me dejaste puro animal inexistente(Morelos). Ha participado en las antologías Ocho lenguas de Medusa (Morelos), Soñando en Vrindavan y otras historias de ellas (E.U.A.), entre otras. Actualmente se desempeña como Jefa de Redacción del sitio literario El libro de arena.