Por Roberto Liñares.

Dicen que la alegría es contagiosa y debe ser así. Por lo menos la contagiosa alegría de una misteriosa melodía llamada tango contagió a jóvenes literatos del primer cuarto del siglo XX en Buenos Aires, la ciudad a la que me atrevo a considerar la Reina del Plata.

El torbellino anhelante de personalidad nacional propia, que arrastró en una vertiginosa relación amorosa al gaucho Martín Fierro y a Don Leopoldo Lugones, también arrebató de ardor a Martín Fierro hecho ya papel de revista y a una delantera famosa en aquellos tiempos: Güiraldes, Girondo y Borges. Y todo gracias al amor. Al amor al tango.

De cómo el rango misho, el talante rante, lo canoro canero llegó al patriciado cultural oficial va a ser el tema de estos breves acordes. Comenzamos.

Si no me marra la cuenta, allá por aquellos años del 890, en un incesante goteo se va permeando el tango en las capas sociales sin capa, entre el gaucho agonizante, el guapo naciente y entre medio el inmigrante. Y el tango, aluvión musicológico, sonido maldito al oído burgués, se llevó, de una manera u otra, puesto a todo el mundo. Y el mundo y el mundillo literario reaccionaron de muy variadas maneras.

Para los escritores nacionalistas de laboratorio (Gálvez, Lugones, etc.): disolvente, delincuencial y prostibulario. Para los de la izquierda dogmática (Grupo de Boedo, etc.): opio de los pueblos para ocultar la lucha de clases. En fin, lo paradójicamente imaginable.

Se torna de algún que otro matiz interesante la opinión de los alegres y despreocupados muchachos del gay saber, reunidos en el denominado Grupo de escritores de Florida (acaudillados con el citado centro delantero Ricardo Güiraldes entre otros), aglutinados en torno de la Revista “Martín Fierro”. Reivindicaron al tango, pero al primitivo tango del principio de siglo y centenario, el que no tenía fuelle y donde abundaban los metales, en los instrumentos de viento y en las dagas que dirimían posesiones y posiciones. El tango posterior: no más que lirismo lacrimógeno, alejado de lo genuino criollo, imitando al fatalismo de fado y canzonetta. La cuestión, que entre los nacionalistas de copetones y copetines, los tanos y los gallegos ligaban palos. ¡Mon Dieu, Charles Gardes!. Todo sea por la argentinidad, lingüística o de lengua. De Boca y boquilla. O de Boca y boquita.

Mucho se podría decir de las aguas que se agitaron por aquellos tiempos. Y de aquellos que quisieron nadar en ellas por algún lugar del medio, auscultando las profundas cuestiones que suscitaba el tango en su evolución, sin caer en el maniqueísmo, pero sería de tanta tinta, que la debo.

Creo yo que lo que hacía que los “martinfierreros” se alejaran de nacionalistas e internacionalistas de templo y escuela, era la fascinación que los temblores telúricos del novísimo fenómeno tango, provocaban en la torrentosa ciudad de Buenos Aires, llenos de Segundos Sombras con traje, Quijotes ibéricos degradados, legiones itálicas famélicas, todos en estados de exilio.

Mejor explicarlo, o confundirlo, con ejemplos.

Ricardo Güiraldes escribe en 1915 un libro, El Cencerro de Cristal, el cual seguramente fue meditado en el recatado retiro de su estancia arequera. Dentro de dicha obra incluye la prosa poética intitulada Tango, la cual más allá de su todavía reconocible sabor campero y de últimos arrabales fue pensada en París en 1911…

“…Tango severo y triste. / Tango de amenaza. / Tango, en que cada nota cae pesada y como a despecho, bajo la mano más bien destinada para abrazar un cabo de cuchillo. / Tango trágico, cuya melodía juega con un tema de pelea. / Ritmo lento, armonía complicada de contratiempos hostiles. / Baile que pone vértigos de exaltación viril en los ánimos que enturbia la bebida. / Creador de siluetas, que se deslizan mudas, bajo la acción hipnótica de un ensueño sangriento. / Chambergos torcidos sobre muecas guasas. / Amor absorbente de tirano, celoso de su voluntad dominadora. / Hembras entregadas, en sumisiones de bestia obediente. / Risa complicada de estupro. / Aliento de prostíbulo. Ambiente que hiede a china guaranga y a macho en sudor de lucha. / Presentimiento de un repentino estallar de gritos y amenazas, que concluirán por sordo quejido, en un chorrear de sangre humeante, como última protesta de ira inútil. / Mancha roja, que se coagula en negro. / Tango fatal, soberbio y bruto. / Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso. / Tango severo y triste. / Tango de amenaza. / Baile de amor y muerte.”

En este opus, se marca el compás con la palabra tango, se baila al son de un piano gangoso. Hay una homofonía de falso tufo caribeño, con “guasas” y “guarangas”, términos que harán las delicias del desprecio señorial hasta cincuenta años después. Los hombres y mujeres son machos y hembras, para resaltar la sordidez irracional del bípedo implume.

Hay olores agrios y densos, para asfixiar al mismo miedo. Aliento, hedor, sudor… Y el morboso estupor del estupro. La bebida es un genérico y el repentino estallar de gritos y amenazas es un corte dramático, más dramático y más corte imposible, porque hay sangre del mejor blend shakespereano y ahí muere el texto.

Y sigo con lo ejemplar. En 1922, Oliverio Girondo edita Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, el cual seguramente fue meditado en el recatado retiro de su estudio.

Dentro de dicha obra incluye la prosa poética intitulada Milonga (no se refiere al ritmo sino al lugar del rito), pieza la cual, más allá de su reconocible sabor de despreocupada disipación parisina, fue pensada en Buenos Aires, en 1922…

“…Sobre las mesas, botellas decapitadas de champagne con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de cocottes. / El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la alfombra, imanta los pezones, los pubis y la punta de los zapatos. / Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces. / Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados. / De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de bengala. / Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta…”

En este opus, se marca el compás con las palabras francesas champagne (bien frapé por favor) y cocottes, se baila al son de un bandoneón perezoso y dormilón. Hay una homofonía de golpes de pezones, pubis y punta de zapatos. El ritmo de moda es el “soez”, que se ejecuta con la jeta. Los hombres y mujeres son machos y hembras, para resaltar la sordidez irracional del bípedo implume. Hay olores agrios y densos, para asfixiar al mismo miedo. Ancas nerviosas, espuma en las axilas… La bebida tiene un “savoir” específico y el repentino fracaso de cristales (el estallido en este caso viene después), más bien es un quiebre, de puño y letra urbanizada, sazonado con ultraísmo, futurismo y cubismo, con resolución policial incluida y ahí queda encerrado el texto.

Esto fue el tango para ellos, los guapos letrados, como aquel taura apellidado Borges, alias Pereda, según los recuerdos de Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres.

Cuentan que una vez, el taita Borges, desairado porque la percantina Norah Lange se piantó con Oliverio Girondo, decidió matarlo, diciendo que: “…Oliverio simulaba libros que consistían sobre todo en páginas en blanco, carátulas. Si le publicaran las obras completas, bueno, no llegarían a una página. ¿Si hay un posible paralelismo conmigo? ¡Pero no!, yo alguna página rescatable creo haber escrito. Oliverio era un infeliz, Xul Solar en cambio era un hombre de genio. Él se reía de Xul Solar y después lo plagió tardíamente en un libro que se llama En La masmédula”.

Y para rematarlo lo clavó murmurando: “…Las cartas de Oliverio Girondo no se entendían, eran como Finnegan’s Wake. Un día me dijo que había conseguido un español macanudo que le corregía los originales, porque cuando se los corregía Ricardo Güiraldes se los llenaba de paréntesis, comas. Cremas diéresis, etc. Y al pobre Oliverio, caramba, eso no le agradaba…”

¿Ese español macanudo sería Arturo Cuadrado, aquel poeta español, que tanto admiraba a Girondo? Seguramente al guapo Borges, que nada de gringos, no le hubiera temblado la voz para difuntear al gallego con el filo de su lengua por español. Y encima Cuadrado.

Así comprendían a la identidad cultural en general y al tango en particular por esos tiempos. Y se jugaban por eso en mil historias. Pero eso es otra milonga. O en todo caso, otro tango. Dios salve al uruguayo Gardel.

Roberto Liñares

Roberto Liñares

Colaborador

(1955, Buenos Aires) Poeta. Sus obras han sido publicadas en distintas revistas, y formado parte de numerosas antologías. Ha recibido varios premios (Biblioteca Belisario Roldán, Departamento de Extensión Universitaria de la Facultad de Derecho, Club Banco Provincia, Central de los Trabajadores Argentinos, Secretaría de Cultura de la Asociación Bancaria, etc.). Participa en distintos recitales y “performances”.

Share This