Volvimos a casa. El monoblock parecía pequeño tras visitar las estancias monumentales de la mansión de Caronte y darle una mirada a Ydgrasil, que es una aleph con forma de árbol. Al subir las escaleras hacia el pasillo de nuestro piso, nos sorprendió ver humo blanco y espeso saliendo por la banderola de la cocina. Escuchábamos además música muy alta, que hacía latir la puerta como el parche de un redoblante y ruido de electrodomésticos, batidoras o procesadoras, en acción frenética.
Los últimos días habían preparado nuestro ánimo para lo extraño, pero tal vez de forma exagerada: esperábamos encontrar trolls, faunos, pequeños demonios danzarines. Pero lo que encontramos fue una hermosa jovencita, de unos veinte años, rubia, de tez muy clara y ojos verdes, cubierta por una solera roja con grandes círculos blancos que se abría como una flor con cada movimiento alegremente brusco.
– Hola bebé – sonrió en dirección a Balder.
– Hola – respondió él, dubitativo y apocado.
Jesús y yo le preguntamos con una doble mirada directa quién era la mujer y por qué estaba en nuestro departamento.
– Ella es mi Ama… mi novia.
– No le hagan caso, es un juego de palabras que hacemos con mi nombre – volvió a sonreír, pero ahora hacia nosotros.- Dejen que me presente: soy la novia de este impresentable.-
Obviamente, los juegos de palabras eran algo que iba con ella.
– ¿Y tu nombre? – preguntó Jesús.
– Mi nombre es Muscari, Amanita Muscari – respondió con una clara impronta jamesbondiana.
*
Amanita bailaba de un lado a otro de la cocina mientras desenchufaba nuestros artefactos y pedía perdón por la irrupción. Se había quedado sin luz y sin agua, explicaba, cosa bastante común en verano, y por eso había allanado nuestra casa. No había forzado la puerta, al menos a primera vista, por lo cual quedó implícito que tenía llave, pero no supimos nunca si fue Balder quien se la dio o si la obtuvo por otros medios.
Las ollas, los bols, los tuppers desbordaban de una mezcla blanca gomosa altamente psicoactiva: con sólo acercarte a menos de diez centímetros, ya empezabas a alucinar. Amanita guardó todo lo que pudo en una bolsa de supermercado y ocultó la bolsa en un morral de macramé de trama cerrada.
Nuestro compañero estaba raro. Lo conocíamos colgado, ido, ausente, dado vuelta, pero no recordábamos haberlo visto en ese estado de ánimo intermedio entre temeroso y aterrorizado. Tenía la mirada de un dios clarividente que ha descubierto malas noticias en su propio futuro.
El rostro de Balder se decidió por el franco terror cuando sonó su celular. Ni siquiera sabíamos que tenía celular. ¿Para qué necesita un dios un celular?
Curvó completa la parte superior de su cuerpo para atender, como esperando atrapar las ondas sonoras en un gesto que me hizo recordar a una babosa metiéndose en un nuevo caracol. En la pantalla del aparato se leía “Silvia Divinorum”.
– Chau… se me va a mezclar el ganado… – pronunció entre dientes, a lo mejor sin querer, con entonación de puteada o de maldición, que son la misma cosa cubierta o descubierta de magia.
Yo sabía de sacrificios de millares de reses y para Jesús el rebaño era su grupo de fieles, pero por el tono y la expresión de su cara, parecía que para Balder el hecho de que se le mezclara el ganado no era nada bueno.
*
– Cúbranme – pidió antes de bajar. Parecía una novela de espías o la invasión a Normandía. No teníamos más opción que cubrirlo. Nos habían contagiado costumbres humanas y funcionábamos según códigos amicales masculinos. Asco debería darnos. Los dioses no le debemos lealtad ni ayuda desinteresada a nadie. ¿Quieren ayuda? ¡Recen y hagan sacrificios, perras!
Atrincherados en la cocina, hicimos todo lo posible por impedir que Amanita saliera de ahí. La estrategia se basaba en algo extremadamente difícil para nosotros: charlar sin sentido, preguntas y apreciaciones que no iban a ningún lado, perder el tiempo. Cuando se vive la eternidad, perder el tiempo es una imposibilidad lógica.
Cada tanto nos encaramábamos a la banderola y veíamos cómo Balder se besuqueaba con una mujer de cabello enrulado que debía ser Silvia Divinorum. No estaba nada mal. Amanita tenía un aire más juvenil, entallada en su solera roja salpicada por círculos blancos, pero Silvia era una hermosa mujer.
Debieron pactar una cita para después porque tras unos minutos ella se fue, despidiéndose con un beso volador, y Balder subió por las escaleras a velocidad de trampa y entró con sigilo.
– No puedo más. No sé a cuál elegir.
Le respondimos con silencio y miradas filosas.
– ¿Pero por qué un dios debería elegir? – resumió, comprendiendo.
*

Cristian Carrasco
Colaborador
Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).