Por Cristian Fernando Carrasco.

Entrega #8

Amanita nos alegró la tarde. Su vitalidad era intoxicante. Parecía hacer todo bailando, entre saltitos y movimientos rápidos. O a lo mejor era al revés y todo el mundo se movía a su alrededor mientras ella se quedaba inmóvil para darle por contraste una sensación de movimiento perpetuo.

Nos cocinó una colita de cuadril con champiñones y tomamos un malbec que maridaba a la perfección. Ella aportó todo porque seguíamos sin un centavo. Abría la heladera y las alacenas con absoluta soltura, sin preguntar nunca y sin dudar, como si estuviese en su propia cocina. Hay personas que son así, que sienten cualquier lugar como suyo aunque no hayan estado ahí nunca. De nuevo, debe ser al revés: su casa es su cuerpo, son siempre ellos mismos y por eso, sea donde sea que se encuentren, están siempre dentro de sus dominios.

Balder miraba la hora a cada rato. La sospecha de una cita con la Divinorum se asentó entonces como una seguridad sin fisuras. En cualquier momento nos pediría de nuevo cubrirlo, esta vez para escapar, y nos dejaría con Amanita. Cosa peligrosa dejar a algo tan tentador como Amanita al cuidado de otro hombre, pero Balder no se caracteriza por analizar las consecuencias de sus actos. Como dios de la belleza, la utilidad y la racionalidad no son las áreas en las que se sienta más cómodo o más en control, por lo que, directamente, prescinde de todo lo que tenga que ver con ellas.

Casi al final de la cena sonaron tres golpes cortos en la puerta. Suaves pero firmes, delataban nudillos femeninos, un cuerpo menudo y una personalidad decidida. Jesús miró las caras de los demás y se levantó, encogiéndose de hombros. No le costaba mucho tomar esa actitud de mayordomo trabajando a reglamento y, entre suspiros de inevitabilidad cansada, fue hacia la puerta.

Cuando abrió, una muchacha punk, con el cabello teñido de varios colores y piercigs en cada lugar visible del cuerpo, preguntó por “Baldi”.

-¿Podés decirle que Deemeteria lo vino a buscar? -pronunció nasalizando las consonantes y arrastrando las palabras como si hablar le costara un gran esfuerzo.

Jesús escuchó un ruido que conocía de su pasado como carpintero: el ruido de un fuerte golpe contra una superficie de madera. No pudo identificar qué había pasado hasta que giró la cabeza hacia adentro y vio la frente de Balder apoyada duramente contra la mesa.

*

Los piercings de Deemeteria eran los más grandes que yo hubiera visto. En lugar de terminar en pequeñas esferas, los filamentos de metal estaban rematados por grandes bolas cromadas que parecían cambiar de forma a cada segundo para seguir siendo, a pesar de ello, las mismas grandes bolas cromadas. Era algo extraño: cambiar para ser lo mismo. Sólo los seres humanos hacen eso. Además, al lado de las esferas autotransformables había siempre otro diminuto detalle hecho del mismo metal brillante, una representación al parecer aleatoria de claves, notas o instrumentos musicales, regalos con moños vistosos, emoticones de caritas sonrientes, símbolos, banderas, distintas herramientas u objetos. Esos detalles también parecían cambiar cada vez que apartabas la vista y volvías a mirar. De alguna forma, los cambios acompañaban el tema del que se hablaba o tal vez los estados de ánimo de Deemeteria, como si el metal reaccionara de manera simbiótica o leyera su mente un nanosegundo antes de que cualquier idea o emoción tomara plena forma.

Pudimos experimentar la fluctuación de sus adornos metálicos cuando, empujando a Jesús con el hombro, entró en el departamento. Nuestras miradas iban de ella a Balder a ella a Amanita a ella a nuestras caras expectantes, asombradas, que esperaban ver sangre. Nos sentíamos en el Coliseo en el momento en que los leones eran liberados. Eso no debió traerle muy buenos recuerdos a Jesús, pero seguro hizo que se compadeciera aún más de Balder quien, a pesar de habérselo buscado, cumplía el papel del cristiano a punto de ser masticado. Después de un silencio que de ninguna forma pudo ser tan largo como nos pareció, resonó en la habitación un sonido agudo, penetrante, que calaba hasta el mismo tuétano de los huesos, un alarido de animal asaeteado, de pequeño mamífero dando a luz toda una camada en un solo movimiento. El sonido constaba de dos gritos idénticos, sincronizados y opuestos.

Amanita se puso de pie y se abalanzó sobre Deemeteria, quien al mismo tiempo acometía contra ella. El tono agudo de los gritos nos obligó a taparnos los oídos. Balder se tiró hacia atrás para escapar de la colisión y cayó de espaldas con silla y todo.

-¡Amiiiiiiiigaaaaa! –gritaban las dos mujeres mientras se zambullían en un abrazo como en un lago.

*

El resto no sorprende a nadie, se deduce por simple lógica. Las dos hablan, en algún momento se nombra a una tal Silvia que obviamente es Silvia Divinorum, gran amiga en común de ambas, pero de cada una por su lado. La mención de su nombre hace que Balder abra los ojos como un par de discos arrojadizos de los Juegos Olímpicos (marca registrada, patente pendiente) y se ponga tan blanco como la cabeza de Penteo después de perder toda la sangre. Ellas comprenden. Cuarenta minutos después están las tres en nuestro living y un dios nórdico, alcanzando una temperatura inusitada para sus orígenes árticos, nos pide que desalojemos el departamento para tener una charla íntima y personal con sus tres novias a la vez.

-¡Dejáte de joder! ¿Dónde querés que vayamos?

-No sé, fíjense.

-No tenemos un mango.

-Ahora le digo a las chicas que les presten algo de plata.

-Podríamos quedarnos y hacer una orgía como se debe. Yo soy el dios de los ritos orgiásticos, soy, de hecho, el dios de las orgías, algo de experiencia en esto tengo.

-Ya sabés lo que dicen: el que sabe sabe y el que no, preside el culto. Además, si sos el dios de las orgías, ¡tirame un centro! Rezo por tu protección y guía si querés.

-Sos una porquería, chabón.

-No: soy la encarnación de la belleza y no tengo ganas de tener a un virgen y aun borracho jodíendome la noche, valga el juego de palabras.

-Yo no soy virgen. Que conste.

Dejamos de discutir para mirar a Jesús.

-María Magdalena.

-…

-…

-En serio… si hasta escribieron un libro sobre eso.

*

Balder nunca nos contó de forma coherente y detallada los acontecimientos de esa noche. Fue desgranando escenas de a poco, en los momentos en que creía que podía generar más envidia, aunque en realidad no viniera al caso desde ningún punto de vista mencionar su ménage a como-se-diga-cuatro-en-francés.

Las tres mujeres desaparecieron esa noche. No quedó más huella de su existencia que el estado de alteración permanente de los sentidos que Balder disfrutó desde entonces, sin volver a probar ninguna droga en ninguna presentación ni modo de administración conocida.

 

*

Cristian Carrasco

Cristian Carrasco

Colaborador

Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).

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