Por Cristian Fernando Carrasco.

Entrega #9

Durante toda esa noche vagamos por las calles llenas de personas. Era verano, época de vacaciones. Los estudiantes volvían desde otras ciudades universitarias para manejar borrachos y bailar hasta que cerraran los boliches. Se encontraban con otros chicos que estudiaban acá y tenían algunos días libres antes de tomar el colectivo hacia las casas de sus padres. Una amalgama de varios niveles de pertenencia, dónde nacés, dónde vivís, qué lugar concebís como el tuyo en tu propia cabeza. Todo mezclado con alcohol y drogas y sexo casual y enamoramientos de veinte minutos. Mi clase de lugar. Pero sin dinero sólo podíamos ver desde afuera.

Pasando por un pub con mesas en la vereda robé un vaso de cerveza que Jesús convirtió en dos y que después íbamos llenando con agua para que él hiciera su magia, sin temor a la mezcla. Extrañaba la ambrosía. Extrañaba el Olimpo. Extrañaba todo porque me sentía traicionado. Que Balder nos hubiese echado de casa era como si una parte de mí mismo me hubiera echado de mi cuerpo. Me sentía tan traicionado como la primera vez que me di cuenta de que era rengo: esa mota de imperfección era una traición de mi propio cuerpo a mi condición divina. Hay otros dioses con discapacidades físicas a causa de accidentes, de heridas provocadas por un dios más poderoso, como el tío Hefestos, o por haber entregado algún órgano para lograr dones mayores como el padre de Balder. Yo era el único dios que conocía con problemas físicos de nacimiento.

Tanto me enojé que empecé a convencer a Jesús de cambiar de compañero de departamento:

– Podríamos ver si podemos traer a Lennon del otro lado. Ya debe tener los atributos de un dios. A los artistas de fama mundial eso se les hace cuesta abajo. Más a los que murieron de manera violenta o misteriosa.

– ¡No vamos a traer a Elvis! Ya lo charlamos y te dije que esa forma de mover la pelvis molesta mucho a papá y no quiero quilombos con él ¿Kurt Cobain?

– Buen pibe. Me gusta su corte de pelo.

– Pero nos tiraría el ánimo muy abajo.

– Podríamos salir del ámbito de los músicos, ir a algo más científico: traigamos a Einstein.

Era bastante despistado pero era gracioso. Y él sí que ya debe haber acumulado la energía psíquicoespiritual suficiente como para lograr la autoconciencia y ser un dios: el dios de la relatividad.

– Sí, o el dios del fraude: debés ser el único que no sabe que el bigotón publicaba los estudios de la esposa con su nombre.

– Bueno: Stephen Hawking.

La idea me gustó: alguien más tullido que yo definitivamente me levantaría el ánimo.

*

Dimos muchas vueltas al centro tratando de hacer tiempo, de no aburrirnos, sin mucho éxito. En la décima recorrida pasamos frente a un boliche en la diagonal, que resplandecía iluminado por un juego de luces increíble, cambiante, infinitamente matizado. La música nos hizo detenernos.

Habíamos pasado por ahí diez minutos antes y sonaba música de máquinas, ese punchi descerebrado con el ritmo de un viejo lavarropas de tambor vertical girando sin agua. Pero ahora me sonaba a cítaras, siringas, aulos, toda una orquesta como las que amenizaban los banquetes en el palacio de papá mientras Ganímides y sus ayudantes escanciaban bebidas.

También Jesús se detuvo a escuchar. Llevaba el ritmo con la cabeza pero no era el mismo ritmo que yo seguía con mis pies. Adentro se veían personas con cabezas de animales y vestidos raros, máscaras y turbantes, extraños uniformes, desplazándose lentamente, cada uno a su ritmo o, dicho de forma más precisa, siguiendo cada uno un ritmo particular. Yo sabía de esas cosas: la música era mi atributo por partida doble y no podía ignorar algo así ni aunque quisiera hacerlo.

– Decime qué escuchás –le pedí a Jesús.

– Lira, salterio, timbales, arpa. Algún otro que no reconozco. No tengo buen oído.

– Tenemos que hablar con el diyei.

– ¿Ahí adentro hay un djinn?

– No, el DJ, el que pone música.

– ¿Por qué? ¿Para quejarnos? A mí me gusta.

– A mí también, ese es el tema: es don de lenguas aplicado a la música. El que está poniendo música ahí es un dios o algo parecido.

*

Llegamos a la puerta y un negro enorme vestido de traje y corbata nos impidió el paso. Nunca antes había intentado generar locura en un ser humano sin la ayuda de una bebida pero, de alguna forma, me parecía necesario, urgente, entrar ahí. Le impuse las manos y estaba a punto de enfocar mi energía para reconectar las sinapsis de su cerebro cuando Jesús me detuvo agarrándome con suavidad del hombro. Se acercó al hombre y le susurró algo al oído. Los ojos del mastodonte se abrieron, arrugó la barbilla como pensando algo, sopesando sus opciones, y nos dejó pasar.

– ¿Qué le dijiste?

– Le prometí algo.

– ¿Y qué vas a tener que darle?

– Nada. Todo mi poder se levanta sobre promesas que nunca se cumplen.

*

Cristian Carrasco

Cristian Carrasco

Colaborador

Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).
Share This