Por Cristian Fernando Carrasco.

Entrega #10

– ¡Hey! –interrumpió con un grito el hijo de Papá Noel. Venía superborracho, las mejillas tan rojas que parecía tener un reflector de luz iluminándolas desde dentro, el cabello enrulado manchado de vómito, presumiblemente suyo, y una larga barba a lo Fidel (Castro, no Nadal… o sí, también): -¿Qué andan haciendo los cachetones?

– Acá, de homeless, más o menos.

– Diosesitos burgueses, prueben vivir en el Polo Norte, eso sí que es pasarla mal. No lo calefaccionás con nada. Aparte queda en la Loma del Orto: yo le decía el Polo Orte, pero a mí me gusta ambiarle el ombre a las osas –dijo, sacándose la remera y meneando la barriga velluda como para demostrar su impavidez frente al clima y, además, que iba por el buen camino si pensaba reemplazar eventualmente al gordo más buena onda del mundo.

– ¿Por dónde has andado?

– Dando vueltas por la Patagonia: pasé por Za-pala, o, como me gusta decirlo, en forma de exclamación, “Zas! Pala!”. También por Andacogollo, “Piedra” del Águila (pronunciando “Piedra” mientras dibujaba comillas con los dedos), Chala-có, Chocoletti, General Tuca, Armantes, Ahumadero Huergo, Lillo Regina… por el margen izquierdo del Río Negro básicamente. Mascando muérdago / noches de órdago / embebidas de bebida –dejó salir rimas sin previo aviso.

– ¿Y tu viejo? –lo corté antes de que acometiera la segunda estrofa.

– En Inglaterra. Fue a hacerle juicio a la BBC por royalties. Lo sacaron en el capítulo de Navidad del Doctor Who de este año sin pagarle su parte, y vos conocés al viejo: el único que defiende su copyright más que él es el puto de Walt Disney.

– El dios de la criogenia.

– Yo creo que lo del congelamiento es una metáfora: Disney congeló a generaciones enteras en un esquema mental poblado por arquetipos arcaicos, con princesas, caballeros, amor eterno y demás.

De pronto ¡zas! Apareció Apolo. Y en modo Loxias, es decir, imbancable. Empecé a putearlo por lo bajo, pero cuando iba por “la rep…” recordé varias cosas: que él puede leer la mente, que es un forro vengativo y que tiene un Edipo no resuelto importante.

*

Traté de ignorar a Apolo, a ver si él también se dignaba a dejarme tranquilo. Miré alrededor y vi a Pan, recién llegado, desvistiéndose. Me corrió frío por la espalda: se parecía mucho a mi camarada Sileno. Siempre se habían parecido pero ahora, de alguna forma, se parecían demasiado. Más que una similitud había una especie de identidad ominosa, imposible. Pan se sacaba el sombrero, la gabardina, los pantalones de vestir, y debajo de la ropa su pelo se veía espeso, enrulado, húmedo. Había pagado con calor e incomodidad el pasar desapercibido en el mundo humano. Tal vez el Hijo de Papá Noel tenía razón: éramos diosecitos antropomórficos burgueses que no tenían que pagar ningún precio para recorrer el mundo haciendo lo que quisiéramos.

Muchos de los invitados vieron a Pan y comenzaron también a quitarse la ropa. Obviamente, no había reglas, se improvisaba sobre la marcha. Astarté, de una forma poco sorprendente, fue la primera en subirse a una mesa y bailar desnuda.

–  ¿Vos no te desnudás?

– No, soy muy friolento.

– Ariadna me dijo que eras muy frío y lento, pero interpreté otra cosa.

Ya había caído en las redes de Loxias: el ambiguo, el del lenguaje enrevesado, nunca recto, el de los trabalenguas y los acertijos. Jesús se estaba alejando tímidamente para charlar con otros: no porque tuviera ganas de socializar sino porque las peleas con Apolo lo tenían cansado y le arruinaban los nervios. Trauma de hijo único. Y era obvio que se avecinaba el enfrentamiento: si hay algo imposible para mí es resistirme a una pelea con Apolo. Es una compulsión, él es el yin de mi yang

– El gin de mi tonic, el Jean de mi Giraud, el jean de mis zapatillas, el Jim de mi Morrison– improvisó Apolo, leyéndome la mente.

– Te lo pido por favor, cortála con los juegos de palabras.

– Perfecto: nunca más voy a jugar al Scrabble.

-…

-Ni al boggle.

-…

-Ni al ahorcado.

-…

-Ni al tutti-frutti.

-…

-Bueno, está bien. Pero contéstame: ¿por qué hay abejas y abejorros pero no hay almejas y almejorros ni hay ovejas y ovejorros?

-No sé. No me jodas. No creo que nadie te pueda contestar eso.

-Noam Chomsky sí.

-¿Me podés dejar de romper las pelotas?

-No sé. ¿Puedo? La mala intención no está en quien emite sino en quien decodifica cualquier mensaje. Y eso es de Roman Jakobson, por si no lo sabías.

-¿Sabés que sos insoportable, no? ¿Lo hacés a propósito o naciste así?

-No sé. Sólo sé que no vine hasta este mundo a caerte en gracia a vos.

-No me hablés con letras de los Redondos. Detesto a la gente que habla con letras de los Redondos.

-El dios de la otredad, el que acepta a todos y no juzga a nadie. Siempre fuiste menos que tu reputación.

-No, es “siempre fui menos que mi reputación”.

-Es precisamente lo que acabo de decir. ¿Qué forma de corregirme es esa?

*

El joven con cabeza de chacal, Anubis, y el joven con cabeza de perro, Xolotl, habían rodeado a Jesús y charlaban con él mientras yo hacía mi rutina de los hermanos Marx con Apolo.

Me señalaban al hablar. Jesús giró tres veces para mirarme con una expresión que podría describir, sin miedo a equivocarme, como horrorizada.

Los recordaba a ambos: eran dioses el posmundo, dioses híbridos. De un lado estaban los estrictamente antropomórficos, como Caronte, Hela y todos los demás que deberíamos haber visto en la mansión-spa del tío. Del otro lado, los animales monstruosos que resguardaban las entradas y salidas de los distintos infiernos, como Fenris y Cerbero, a quienes nos pareció ver amalgamados en el bosque. Y en el medio estaban aquellos que conferenciaban con Jesús: ni una cosa ni la otra o ambas juntas.

Sentí miedo. Jesús y Balder eran más que mis hermanos, eran algo así como yo mismo en otro cuerpo, desde otro esquema mental, la misma materia en distintos moldes. Me daba miedo lo que pudieran pensar de mí si sabían lo que había pasado con Orfeo, aunque no sabía cómo explicarlo ni tenía muy en claro que fuera mi responsabilidad.

– Disculpame, después seguimos… o mejor no – le dije a Apolo, mientras empezaba a caminar hacia el grupito de tres para ejecutar una estrategia de control de daños. Pero llegué tarde.

Hablaban de dioses desaparecidos sin rastros, de una posible conspiración y sobre todo de sus sospechas de que mi especial relación con Orfeo podía ser la clave. Cuando me planté de pie al lado de ellos se hizo un silencio de muerte, cosa que los dos dioses con cabeza animal conocían a la perfección. Jesús clavaba la mirada en mis ojos.

– ¿Es verdad lo que dicen?

– No sé qué te habrán dicho.

– Que vos hiciste desaparecer a Orfeo.

– Es complicado.

– Es un poco más que eso: vos deberías saberlo, sos el dios de los misterios.

Y supe por qué no podía dejar de mirar mis ojos. Acababa de encontrar la clave del misterio, acababa de notar que mis dos iris eran distintos: uno celeste brillante y el otro de un gris pálido.

*

Cuando volvimos a casa las chicas ya no estaban. Balder no dijo nada y tampoco preguntamos. Jesús no me hablaba, presa de un recelo enervante. No fueron buenos tiempos, pero de poco nuestra relación fue volviendo a la normalidad. No sabía si Jesús había decidido ignorar los comentarios de los insidiosos dioses ultraterrenos con cabeza de animal o si había decidido comprar mi historia: que lo que le había pasado a Orfeo era un misterio incluso para mí. El misterio iba con nosotros: Orfeo, el del culto mistérico, desaparecido sin dejar rastro, y el último en tener contacto con él había sido yo, Dionisos, el del culto mistérico, que no tenía ninguna pista acerca de por qué había pasado lo que había pasado.

– Hubo una fusión, solamente eso.

– ¿Qué clase de fusión?

– No sé. Nos cruzamos un día y había algo raro, como si al acercarnos saltaran chispas o creciera una especie de estática espesa. Como la antimateria de lo que pasa con nosotros tres: somos muy parecidos y por eso nos llevamos bien. Pero con Orfeo éramos muy parecidos de una forma negativa. Nos solapábamos. Uno sobraba. El universo era demasiado chico para los dos.

– Entonces lo hiciste desaparecer.

– ¿Por qué seguís repitiendo eso? Yo no hice desaparecer a nadie. Charlamos, salió el tema de los misterios, de las cofradías, los niveles secretos, y no nos podíamos poner de acuerdo acerca de a quién le pertenecía, de quién era un atributo específico. Él ya me había quitado eso antes y no iba a dejar que me lo quitara ahora, así que me enfurecí, pero no recuerdo haberle hecho nada.

– Pero algo le pasó.

– Sí. Nos unieron. Algo nos unió.

– ¿Algo? ¿Qué? ¿Quién?

– No sé. Digo “algo” porque no fui yo, nada más.

– ¿Pero entonces vos quién sos? ¿Dionisos u Orfeo?

– Los dos, supongo. O ninguno.

Entonces lo escuchó. Ya había visto que mis ojos eran distintos, uno de cada uno, pero ahora además escuchó mi voz doble, dual, como un eco de sí misma.

*

Durante días esperamos que Balder manifestara atributos de profecía, que suelen ser desatados por los psicotrópicos, pero él mismo los reprimía. No quería saber nada con el futuro. La última vez que supo del futuro le fue muy mal: los sueños le anunciaron su muerte. Saber del futuro le parecía sinónimo de averiguar su propio fin y tentar a la mala suerte. Era una negativa consciente a decodificar o comunicar lo que veía y lo sabíamos. Vivía casi todo el tiempo en otro mundo, pero en los fugaces contactos con el nuestro empezaba frases que dejaba a medio terminar y nos miraba con ojos enormes y bellos mientras se tragaba sus palabras y, sobre todo, sus significados.

Su intención no era engañarnos sino protegernos: ¿para qué preocuparnos revelando una catástrofe inevitable?

 

*

Cristian Carrasco

Cristian Carrasco

Colaborador

Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).