Por Cristian Fernando Carrasco.

Entrega #16

– ¡Aleje las manos de esos controles! -grité mientras Balder y yo cruzábamos la puerta. Fue algo muy heroico. Me faltaba la capa, las botas y un logo en el pecho. Y, sí, la ropa interior por fuera. Lo que me lleva a preguntar: ¿por qué lo único que notan de los superhéroes quienes no leen historietas es la ropa interior por fuera? ¿Es posible que una forma de arte haya reunido la bondad, el altruismo, el desinterés por lo material, en un arquetipo calcado de nosotros, los dioses arcaicos, sólo para que millones de estúpidos se rían de todas esas cualidades imposibles de encontrar en una persona real y fijen la mirada insistentemente en la entrepierna de los personajes? ¿Qué dice eso de la cultura moderna?

Pero eso lo pienso ahora que estoy desapareciendo como los hermanos de Marty McFly en la foto. En ese momento simplemente me sentí inundado de heroísmo, como un cowboy tirando abajo de una patada la puerta de la cabaña donde se esconden los asaltantes de diligencias, o un detective de serie negra entrando con hambre suicida en el garito de un jefe mafioso.

El enfermero se detuvo, sin miedo, sin movimientos bruscos. Miró de soslayo con maldad estudiada y fue girándose en cámara lenta hasta mirarnos de frente, sonriendo como una barracuda:

– Pero chicos… ¿no han aprendido nada?

– …

– Hay que decir sí al amor y no a la violencia.

*

El enfermero comenzó a desconectar dispositivos, bajar llaves, mover interruptores, bailando de acá para allá como el Doctor haciendo un aterrizaje de emergencia en su TARDIS. Las luces, los relámpagos, las descargas eléctricas, se detuvieron en un solo movimiento cuando el pequeño maestro de esa orquesta descontrolada de elementos dejó caer la batuta y cerró el puño teatralmente. Dentro del prisma de vidrio y metal había ahora dos siluetas en lugar de una, espalda con espalda, jadeando, con muecas de dolor deformándole los rostros.

Reconocí a una de las personas atrapadas de inmediato. Al varón.

Era el Hijo de Papá Noel.

El otro ser, que había estado unido a mi amigo, era de sexo femenino. La recordaba vagamente de alguna reunión en el Olimpo. Una de las Musas, o las Gracias, las Horas, las Euménides, las Cariátides… No sé… La verdad es que todas me parecen lo mismo. Me acuerdo, sí, de las Gorgonas, las Furias y las Arpías porque de sólo verlas te hacés encima, pero el resto son una niebla informe de la que nada en limpio se rescata. Además, saber con exactitud quién era no le agrega demasiado a mi relato porque cinco minutos después iba a estar muerta.

*

El Hijo de Papá Noel, desnudo y al lado de una semidiosa, apoyaba la palma de su mano en el vidrio reforzado. La escena postcoital de Titanic transformada en película de terror. Su respiración se detenía por momentos. Era obvio que dentro de la caja transparente no había mucho aire. En la parte superior, sobre las uniones de metal que sostenían la punta angulosa y le daba forma de obelisco, se veían respiraderos cerrados. Se estaban ahogando.

Con sus últimas fuerzas, el Hijo de Papá Noel intentó darle respiración boca a boca a la mujer, desvanecida a su lado. Gastaba el poco aire restante, pero parecía no importarle. El espacio dentro de la cápsula transparente era pequeño y los cuerpos estaban doblados, sin apoyarse completamente en ninguna superficie, por lo que las maniobras de RCP no podían ser efectivas.

Después de un par de intentos, con el cuerpo desplazándose por toda la superficie de vidrio, se dio por vencido y nos dirigió una mirada de renuncia. Entonces se acabó el aire y sus ojos quedaron fijos en esa mirada.

Miré al pequeño enfermero con espuma saliendo de mi boca:

 

  • Mataste a mi mejor amigo -dije: -¡Ahora es personal!

*

El enfermero extendió la mano hacia nosotros, como Magneto ejerciendo su poder mutante sobre una enorme construcción de metal. Dentro mío Orfeo comenzó a revolverse, a tomar de nuevo consciencia de sí mismo. Los dos tonos en mi voz se hicieron más conspicuos, más diferenciados. Durante unos minutos tuve dos lenguas y pronuncié dos discursos, al mismo tiempo, con dos voces distintas.

Mientras mi espíritu se dividía en sus partes constitutivas, mi cuerpo era impelido hacia Balder y el suyo hacia mí. Como si manos invisibles nos empujaran uno hacia el otro. Cuando la fuerza consiguió reunirnos y nuestros brazos se tocaron, hubo un ardor, una sensación rígida, callosa. Miré y, en medio de ambos, había un solo brazo que pertenecía a ambos cuerpos. Siameses artificiales. La piel de ese brazo compartido era de un color mixto, mulato.

La fuerza seguía amalgamándonos. No había dolor, pero sí una extrañeza absoluta.

Teníamos ya medio cuerpo unido cuando Jesús entró corriendo por la puerta. “Estamos salvados”, pensé. Él es conocido como El Salvador, después de todo, y era lógico suponerlo. Pero sólo fue un ingrediente más para la mezcla.

– Soy Mitra. Que mi amada Persia no me olvide de nuevo -fue lo último que dijo, con una voz que nunca le había escuchado, antes de perder su individualidad.

*

Cristian Carrasco

Cristian Carrasco

Colaborador

Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).
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