Entrega #18
– Como ven, no podría sobrevivir sin el soporte vital que le dan las máquinas -relataba Eros sin establecer contacto visual con nosotros, observando al niño por la ventana: – Su cuerpo no resiste los microbios ni los cambios de temperatura más ínfimos. No tiene sistema inmunológico, ha estado encerrado toda su vida, desde que estuvo a punto de morir pocas horas después de nacer. No conoce la calle, no sabe nada del mundo real, y esa es la clave: para él no hay diferencia entre ficción y realidad porque todo lo que sabe, lo que conoce, lo que ha visto, proviene de un libro o de un video. Para él, lo que lee o mira en una pantalla es real, es la verdad.
Giró hacia nosotros en uno de esos gestos teatrales que ya nos tenía un poco cansados, pero el amor es siempre una seguidilla de sobreactuaciones:
– Es la única persona viva con una fe absoluta, sin fisuras. Es el único que nos permite existir. Miren allá – dijo mientras señalaba con un dedo el estante inferior de la biblioteca. En sus lomos leímos los títulos de los libros: Las Eddas Germánicas, Las Metamorfosis de Ovidio, La Biblia, La Odisea, Mitología Egipcia: – Para el chico no hay diferencia entre historia, ficción, mitología, hipótesis científicas. Cada vez que lee sobre nosotros cree que se trata de hechos, de la pura verdad, y su fe nos alimenta como a través de un cordón umbilical invisible. Sin él no somos nada. Y sin él, cuando su fe se pierda, vamos a volver a la nada. Y falta muy poco para eso.
*
– ¿Podemos entrar a verlo?
– No. Si le contagian algo y muere, morimos todos con él.
– No vamos a contagiarle nada: somos dioses, no nos enfermamos.
– Pero nadie asegura que los microbios, las bacterias, los virus, no puedan vivir en nosotros. Tal vez no nos enfermen pero aún así podemos ser vectores de todas las enfermedades que existen en el mundo.
– ¿Esa teoría es tuya?
– Claro. Vivir en contacto con la enfermedad te hace pensar en esas cosas.
– ¿Y cómo nos comunicamos con él entonces?
– ¿Para qué querés comunicarte con él?
– Para… para…
– ¿Para convencerlo de que existimos? El ya está convencido de que existimos, ese es precisamente el punto. Si él no estuviese convencido de nuestra existencia no estaríamos acá.
– Es que… no sé… siento que deberíamos hacer algo, ponernos en contacto, hacerle saber que estamos acá.
– Es rarísimo estar del otro lado de la vereda.
– Es como dijiste: él nuestra deidad, nuestro alfa y omega. ¿Eso no te hace sentir chiquito?
– Sí. Y es una mierda. ¿Para qué inventan dioses si es tan feo sentirse así de chiquito frente a ellos?
– Para alimentar la sensación de no merecer la grandeza. Los humanos en general creen en el merecimiento, no entienden que las cosas pasan porque pasan, sin ningún orden de mérito, sin premios ni castigos. Prefieren creer en la justicia antes que en su propia grandeza. Prefieren creer en un orden preestablecido y en que alguien los cuida.
– ¿Pero no es obvio que no cuidamos a nadie? ¿Que nos la pasamos de joda, o peleando entre nosotros?
– Aparentemente, no.
*
Dejamos de charlar porque el chico nos miraba desde su habitación hermética. Apretó un interruptor y su voz retumbó sobre nuestras cabezas. Jesús sintió escalofríos:
– ¿No me toca la ciprofloxacina de la tarde? ¿Y el metronidazol?
– Ehhh… sí, ahora te la paso – respondió Eros. Depositó dos comprimidos dentro de una escotilla. Una cinta transportadora los arrastró hacia la habitación, donde el chico abrió otra escotilla igual para recibirlas.
– ¿Qué hacen ellos acá? – preguntó después de tragar las pastillas con un poco de agua.
– Vinieron conmigo.
– Ya sé. ¿Pero qué hacen dos dioses antiguos y Jesús con vos?
– ¿Y cómo sabés quienes son?
– Los reconozco. Son exactamente iguales a cómo siempre los imaginé.
Creo que todos tragamos saliva y empalidecimos al mismo tiempo.
– Vos también sos igual a cómo siempre te imaginé, pero nunca quise decir nada -aseguró, mirando a Eros.
*
– ¿Qué hacen acá? ¿Qué tengo yo de importante como para que los mismos dioses quieran verme?
Balder le hizo una seña a Eros y él dejó de presionar el interruptor para que el chico dejara de escucharnos.
– ¿Qué le decimos?
– La verdad -respondió Jesús, de manera más bien predecible.
– ¡Vos siempre con la verdad!
– ¿Y cuál sería el plan de acción según ustedes?
– Cualquier cosa menos la verdad. Decirle a Emanuel que solamente existimos porque él nos mantiene anclados en la realidad no es para nada inteligente. No se le puede dar a alguien esa clase de poder y esperar que sea amable con sus criaturas. Nosotros lo sabemos mejor que nadie.
– ¿Dijiste que se llama Emanuel?
– Sí, ¿por?
– ¡Maldita justicia poética!
Escuchamos entonces el tap-tap de la uña de Emanuel golpeando el vidrio blindado que lo separaba de nosotros. Reconectamos la comunicación.
– ¿De verdad creen que llevo trece años encerrado acá, con gente del otro lado de la ventana, y no aprendí a leer los labios?
*

Cristian Carrasco
Colaborador
Escritor y estudiante de Letras. Nació en 1978 en Villa Regina, Río Negro. Vive en Neuquén Capital. Fue miembro del grupo poético Celebriedades y participó en el proyecto Almacén Literario (www.almacenliterario.com).