Por Claudia Sánchez Rod.
En la ciudad de Oslo, un grito de angustia atraviesa a Claudia: queda atrapada en la belleza de las obras de Edvard Munch.
Ya sabemos que la vida es un extrañísimo entramado de circunstancias que de la nada te pone en el lugar más inesperado, un día cualquiera, a las seis de la tarde (o a la hora que sea). A mí un día me puso a la mesa de un café al aire libre, en el puerto de Oslo. Recuerdo muy bien ese momento porque de pronto me quedó claro que la felicidad también podía tener un color gris tenue, igual al vuelo de las gaviotas en las serenas aguas del fiordo, o al de las palomas posándose en los ventanales de la Fortaleza de Akershus. Mi compañero de viaje y yo tomábamos akvavit y contemplábamos el atardecer nórdico, como asistiendo a una puesta teatral exclusiva para dos extranjeros.
De mis días en Oslo conservo claro el recuerdo del sol brillando a las once de la noche y el de mi visita al Museo Munch, porque cuando vi el cuadro de El grito, algo pequeñísimo dentro de mí creció tanto y tan intempestivamente que me desbordó de un instante a otro, me quedé muy sin palabras y opté (no tuve alternativa) por trazar dibujos absurdos en mi libreta de notas.
Edvard Munch es uno de esos espíritus atormentados que habitan de manera estruendosa la historia de la humanidad; te los encuentras por todas partes: en los libros de texto gratuitos de la escuela primaria; en los cromos que más te perturban cuando eres una adolescente que no sabe si vivir vale tanto la pena como dicen todos; en tus búsquedas más desesperadas cuando ya eres un adulto y sigues sin saber qué cosas merecen un esfuerzo y cuáles no.
Edvard Munch es uno de esos espíritus atormentados que habitan de manera estruendosa la historia de la humanidad.
El fiordo se volvía cada vez más claro con los tragos de akvavit y yo pensaba en el Edvard Munch de niño, ése que vio morir a su madre, y que luego lloró ante el lecho de una de sus hermanas, moribunda por la tuberculosis, y que más tarde tuvo que ver como Laura, su hermana predilecta, terminaba sus días en el hospital psiquiátrico, mientras a él no le quedaba sino vivir bajo el ala de acero un padre terriblemente rígido. Y en el Edvard Munch ya grande, que años después escribiría en su diario:
Paseaba por un sendero con dos amigos, el sol se puso, de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio. Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad; mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.
Angustia pura. Eso es claramente un ataque de pánico, ¿o no? Está bien, quizá sólo sean mis fantasmas personales, la cosa es que de ahí nacieron las cuatro versiones de El grito. Y ese grito luego se esparció por los rincones del mundo occidental y llegó hasta los oídos de todos nosotros (o nos llegará alguna vez, muy probablemente).
En Oslo todo es perfección, incluso el gris esplendoroso que lo abarca todo (como un tazón de plata). Quizá por eso, de alguna manera me simpatiza el robo de El grito, el de 1994, cuando los Juegos Olímpicos de Invierno de Lillehammer. ¿Por qué? Porque mi mundo es tan absolutamente imperfecto que sólo a través de la imperfección puedo concebir la realidad con cierto grado de confianza. Fue Pål Enger el autor de ese bello delito, fue de él la idea de irrumpir en la perfección noruega y agujerearla un poco. Lo pensó durante cuatro años y un día se decidió a conseguir una escalera y llevarla, junto con sus dos cómplices, hasta una ventana de la Galería Nacional que justo daba a la pared de donde colgaba el cuadro, en menos de un minuto ejecutó su plan; según él, no lo hizo por dinero. Quizá sea demasiado proclive a la belleza y no pueda resistirse a poseerla, no era su primera vez, años antes había robado el hermosísimo cuadro de El vampiro, también de Munch. Supongo que sólo siguió las instrucciones de su avaricia estética.
Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad; mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza. (Edvard Munch)
A mí de todas formas me habría encantado compartir un copa de akvavit con el ladrón y que me contara qué pasó por su mente cuando descolgó El Grito de la pared y luego se detuvo un momento para dejar una nota a la policía agradeciendo la falta de seguridad. Qué pensó cuando bajó por la escalera y se perdió por las calles de Oslo llevando bajo el brazo la imagen de esa terrible angustia que Munch sintió aquella lejanísima tarde de su juventud, mientras caminaba con sus amigos.

Claudia Sánchez Rod
Colaboradora
(Ciudad de México) Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, cursó la Diplomatura “An approach to the meaning of life and death” en la Universidad de Toronto, Canadá. Se ha desempeñado como periodista y traductora. Entre sus publicaciones se encuentra el poemario El vino derramado (Barcelona), el libro de cuentos La marta negra (Barcelona) y el poemario Me dejaste puro animal inexistente (Morelos). Ha participado en las antologías Ocho lenguas de Medusa (Morelos), Soñando en Vrindavan y otras historias de ellas (E.U.A.), entre otras. Actualmente se desempeña como Jefa de Redacción del sitio literario El libro de arena.