Por Martín Camps.
Crónica de un viaje a Seattle, ciudad de arte, cafés, bares y, a veces también, garrapatas.
El hotel se debería llamar así, Red Bed Bugs Hostel, el hostal de las garrapatas rojas. Había tenido otros encuentros en un hostal en Nueva York con una garrapata madura que se prendió entre la zona tierna de mis dedos del pie. Fue como recibir un balazo diminuto de una gángster. Pero esta vez, en la ciudad de Seattle, fue una pequeña colonia groungy la que se empeñó en darme mordiscos furtivos y después huir a su escondite entre los pliegues de un colchón infecto. Esa noche me sentí como el lechón en su platón, como el asado en el brasero, como la ensalada en la tabla de cortar, un buffet al que ellas se acercaban a servirse con el cucharón de sus colmillos y emprender la fuga con la panza llena de sangre como ladrones ralentizados por sus bolsas repletas de lingotes de oro (sin la sangre en sus panzas son invisibles). A la mañana siguiente, con mis heridas de la batalla contra las garrapatas (el marcador empatado: maté tres, recibí tres tremendos piquetes. A diferencia de los mosquitos cuyo aleteo los delata, no hay manera de prevenir el ataque de los ácaros, únicamente en infraganti). Tenía unos volcancitos de dolor en los hombros y en las piernas; se ensañan con la zona blanda de las articulaciones. Me acerqué al mostrador y le notifiqué a la dependiente de la peste. Apenada, casi escandalizada, me dijo que ellos tomaban muy en serio esas plagas. La mujer me trajo unas bolsas para que pusiera mi ropa y ofreció que ellos lavarían mi ropa. Ella le diría al encargado de limpieza que fumigara y aplicara aire caliente al cuarto para destruir la madriguera. Pedí que me cambiaran de habitación, me dijo que no era posible, querían contener estratégicamente la expansión. Me fui al resto de mi día, rascándome ocasionalmente con furia hasta dejar un rastro de sangre en mis uñas. El prurito es así, para vencerlo hay que sacarse mole.
Sin embargo, a pesar de la plaga, el hostal estaba en un lugar óptimo, a unos pasos del Museo de Arte de Seattle (SAM por sus siglas en inglés). El museo es de una arquitectura digna de esta ciudad amplia y con sus colinas salpicadas de casas amplias. Tenían una exhibición especial de Jacob Lawrence, uno de los artistas más queridos de esta ciudad, que cumple el centenario de su nacimiento. La exhibición se compone de 60 pinturas que recuenta con palabras y pinturas el éxodo masivo de afroamericanos del sur a las zonas industriales del norte después de la Segunda Guerra Mundial. Lawrence nació en Atlantic City en 1917, sus mismos padres migraron al norte durante la primera Guerra Mundial. Fue uno de los primeros artistas que exhibieron en una galería comercial y uno de los primeros en recibir reconocimiento mundial.
Esa noche me sentí como el lechón en su platón, como el asado en el brasero, como la ensalada en la tabla de cortar, un buffet al que ellas se acercaban a servirse con el cucharón de sus colmillos y emprender la fuga con la panza llena de sangre.
Lawrence fue maestro en la Universidad de Washington desde 1971 y donde se retiró en 1986. Los cuadros de Lawrence retratan la migración de los afroamericanos del sur por las terribles condiciones que enfrentaban en el sur racista. Por supuesto, encontraron también discriminación en el norte (a veces de los mismos afroamericanos ya acomodados, que dibuja con ostentosos vestidos) pero pudieron tener acceso al voto y a la educación y no eran linchados. Las ciudades del sur quedaron desiertas, así que muchos de ellos eran arrestados en masa para impedir que se fueran. Pero los migrantes salieron en masa y enfrentaron los problemas de toda migración, como la falta de lugares para vivir y el rechazo social. Una de las pinturas retrata la encarcelación de los afroamericanos, en una de ellas, un juez sureño calvo y blanco, mira con dos ojos grandísimos como huevos, a un par de acusados negros resaltando que la (in)justicia blanca se ejercía sobre los hombres de color. El resto del museo es una colección respetable de máscaras africanas (la más sorprendente es una que representa una serpiente y cuya cola se alza cinco metros) y una antología de pinturas sobre el paisajismo, una sala selecta de arte prehispánico y arte abstracto, así como los nombres de cabecera de todo museo respetable: Monet, Pollock, Rothko.
Regresé al hostal a las diez de la noche después de mi jornada de asuntos (siempre hay una razón para el viaje, pero el viaje siempre es la razón). Aunque por la precariedad del presupuesto tuve que quedarme en un hostal en lugar de un hotel. Encontré la zona baja de mi litera limpia. Confié en que los encargados habrían hecho lo suyo de limpiar la cama, desinfectar, ejercer la tarea química para eliminar la peste, calentar el cuarto con radiadores para hacerles un infierno la vida a las garrapatas. Me acosté confiado de la responsabilidad de los otros. A las tres de la mañana me despertó el primer piquete en la oreja, después uno más en la pierna. Encendí la luz de mi camastro y localicé a las culpables que aplasté furiosamente con el dedo. Nada de llevarlas misericordiosamente al exterior de la casa, como con las inocentes arañas (el miedo hacia ellas es por malas relaciones públicas). Sentí un piquete más que había aglutinado un pequeño coágulo en mi espalda que apenas alcanzaba para rascar. Me levanté en la infame madrugada y le pedí cuentas al encargado. Me dijo que había habido un problema y no habían desinfectado el cuarto. Tengo las pruebas de ello, le dije. Había tomado una fotografía del insecto con mi teléfono, como si necesitaran evidencia. El muchacho me pidió que sacara mi ropa, la puso en una secadora con aire caliente y después infló una cama de aire que colocó en el cuarto para fumar.
Los cuadros de Lawrence retratan la migración de los afroamericanos del sur por las terribles condiciones que enfrentaban en el sur racista.
No quise poner más peros, decir que el cuarto olía infame, que yo no fumaba y que estar allí me impregnaría del odioso olor a tabaco. No dije nada y vencido por el cansancio me eché a dormir como un refugiado, como un tío que llega en la mitad de la noche a dormir en la casa de la hermanastra. Me refugié bajo las sábanas para no oler el humo impregnado. Dormí hasta las ocho de la mañana. Afortunadamente los tapones para los oídos me ayudaron a contener los gritos de los borrachines en la calle y estaba feliz de no tener que buscar a las mordelonas debajo de las cobijas. Con la claridad de la mañana vi las pinturas en las paredes, un Jimi Hendrix extasiado (nació en esta ciudad), un cartel para usar condones, un anuncio de que se puede fumar marihuana con toda libertad. Cuatro ventanas semiabiertas donde se instalaba la brisa marina. Al querer salir de mi refugio la puerta estaba cerrada con llave.
Afortunadamente tenía mi teléfono y llamé a la recepción para que me liberaran. Vino a abrir el encargado de la limpieza, un joven con gorra roja que alargó disculpas y me dijo que no me cobrarían por la estancia. Esto aminoró un poco el agravio pero hubiera pagado el doble para no tener los piquetes en mi cuerpo y la extraña sensación fantasma de sentir que una garrapata furtiva me picaba en otras partes del cuerpo. Finalmente me liberaron de mi cama-platón de cena y esa noche pude dormir con calma.
El animalejo me recordó a una versión aumentada de las garrapatas de mi hostal e incitó a que me rascara de nuevo los piquetes.
Cerca del hostal está el Mercado Público (con sus letras rojas y reloj de neón) que exhibe los diversos frutos del mar, los salmones como ladrillos dorados sobre el hielo, los camarones del tamaño de argollas, patas de cangrejo como dedos filosos de un monstruo que rasca el suelo oculto del mar. Comí un sándwich de barbacoa de puerco, una delicia que era imposible de sostener con dos manos. Escuché el vocerío de los vendedores de pescado que hacen ese despliegue para recrear tal vez los sonidos originales del mercado vibrante que alguna vez fue. A unos pasos de allí está una pared embadurnada de gomas de mascar que es de alguna manera una atracción, el callejón huele a menta. La ciudad rebosa de arte, de poemas escritos en ladrillos de un puente, edificios de apartamentos y otros edificios en construcción. Los freeways como un espagueti rodean la ciudad, o como una boa que lentamente le cierra la garganta. Hay tantos bares aquí como para perder la salud en una semana, tantos como cafés. Una ciudad cafeínada. En esta ciudad son responsables de los imprescindibles Starbucks que aparecen en cada esquina con el aspecto suntuoso de galerías de arte, uno tiene un centro para degustar varios granos de café.
La ciudad rebosa de arte, de poemas escritos en ladrillos de un puente, edificios de apartamentos y otros edificios en construcción.
Fui también a la Universidad de Washington en un viaje en autobús (para mí un barato tour por los barrios de la ciudad), entré al edificio de arte para ver la galería de Jacob Lawrence, era un domingo y me sorprendió una horda de visitantes que admiraban los cerezos en flor en la explanada de la Universidad. Aunque era un día nublado, las flores sonrosadas de los árboles eran como una neblina azucarada, como las cabezas encanecidas de los verdaderos decanos de la universidad del mundo. La gente se tomaba fotografías con la obsesión de narcisos que llevan en sus cámaras de teléfono un fragmento de la laguna para ahogar su vanidad. Me entretenía ver como florecía en sus rostros la sonrisa ficticia que demanda la foto, no la sonrisa de la alegría espontánea, sino la máscara que estira los labios. Empezó a llover, como es común en la ciudad. Tomé el autobús y llegué hasta el museo de arte popular donde había una exhibición de Rube Goldberg, cuyo nombre existe como adjetivo para describir hacer algo complejo y humoroso de algo que puede haberse hecho sencillamente. Golberg era un cartonista que hacía máquinas absurdas que complicaban operaciones simples. En el museo se conglomeraban además un museo de la fantasía con objetos de algunas películas populares, como el vestido de Dorothy en el Mago de Oz, también un museo de la guitarra, algunos objetos personales de Jimi Hendrix, una exhibición de Star Trek con más objetos de la serie televisiva, un museo del horror con máscaras de películas como American Warewolf in London así como el hacha de la película The Shining y un Arkellian Sand Beetle de tamaño natural de la serie Starship Troopers de 1997. El animalejo me recordó a una versión aumentada de las garrapatas de mi hostal e incitó a que me rascara de nuevo los piquetes. El museo entero está contenido en una estructura diseñada por el arquitecto americano Frank Ghery con sus desafiantes curvas, como un cuadrado que ha sido arrugado por las manos de un gigante creativo.
Mi avión salía a las seis de la mañana, me despertaría a las 4 para pedir un Uber (esa versión digitalizada de un remís). Las dos últimas noches me cambiaron a una nueva litera, finalmente pude dormir sin los animalejos, aunque sentía algunos piquetes fantasmas producto del trauma. La lluvia arreciaba en la ventana, irrigaba el pavimento de las calles. Cerré los ojos sin sueño, reposando, concilié algo parecido al sueño, un pensamiento calmo como el fotograma de una película suspendido en la pausa de una videocasetera y desperté a las 3:59 con la atómica exactitud del reloj biológico.

Martín Camps
Colaboradora
Poeta y profesor de literatura. Ha publicado cinco libros de poesía, su último libro es Los días baldíos (México: Tintanueva). Ha publicado poemas en varias revistas, sus últimos poemas aparecieron en la revista Modern Poetry in Translation. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad del Pacífico en California.