Por Claudia Sánchez Rod
Un trágico error puede cambiar tu vida para siempre, convertirla en una pesadilla. Y esa pesadilla te puede convertir en algo que nunca imaginaste ser. Esa es la historia de William S. Burroughs, el talismán de la generación beat.
Cuando estás abajo,
en un agujero,
las estrellas se pueden comer,
cocidas en un inmenso
plato de sopa.
Los ojos mienten, las manos no.
Carlos Zanón
Una huida incansable hacia el abismo, una aguja clavada en lo más alto de la noche, un revólver temblando en el buró: esas fueron sus cartas credenciales. Vine a la colonia Roma a buscar el apartamento donde vivió William S. Burroughs, en sus tiempos de la Ciudad de México; quería revivir –sólo para mí– el recuerdo de la tarde en que mató a Joan Vollmer Adams, su mujer.
La primavera estaba en su plenitud y el sol resplandecía en los cristales y las banquetas. Llegué al número 122 de la calle Monterrey y lo que encontré fue un edificio anodino, de fachada decadente; no había ni rastro del mito fraguado aquel 6 de septiembre del año 1951, cuando la sangre de Joan corrió por el piso y manchó la suela de los zapatos de Burroughs, y él comenzó a metamorfosearse en un oscuro brujo de las palabras.
Me senté en la banca de la parada del autobús para preparar mi cámara. Los árboles formaban con el viento una lluvia de hojas. Miré de nuevo el edificio, no tenía la menor intención de entrar y llamar a la puerta del número diez, de sobra sé que las mujeres que ahora viven ahí no permiten el acceso a nadie. En realidad, lo que quería era hacerme una idea de los pasos que siguió Borroughs cuando los paramédicos se llevaron a Joan en la ambulancia, con la cabeza perforada por la bala y los ojos a punto de vaciarse para siempre.
Lo que encontré fue un edificio anodino, de fachada decadente; no había ni rastro del mito.
Alguna vez leí que esa noche él vagó por los alrededores de la Cruz Roja de Polanco, totalmente borracho, esperando saber de su mujer, quien, mientras tanto, emprendía solitaria su viaje hacia la muerte. Quizá los demonios del alcohol le dejaron un nido de avispones en su gastado corazón de drogadicto, o quizá sólo dijo adiós a Joan en el silencio de las calles y comenzó a sentir que el lenguaje era un virus del espacio exterior.
Horas antes, en el departamento aquel, los dos bebían con los amigos y reían y brindaban por aquella libertad que se habían construido ellos mismos y que se comían a grandes cucharadas cada día. Y fue él, ¿o fue ella?, quien decidió de pronto probar su puntería a lo Guillermo Tell: no había que inclinarse a reverenciar a nadie, como Tell, pero había una cantidad inagotable de alcohol y droga corriendo por las venas de esa fiesta. No había una manzana verde, pero había un vaso lleno de ginebra. No había un hijo a cuya cabeza poner la manzana, pero sí una esposa. No había una ballesta, pero sí una pistola. No había un Guillermo Tell, diestro ballestero famoso por su infalible puntería; pero había un William S. Burroughs, amante de las armas desde niño y rendido enamorado de la alteración de la conciencia. No era Suiza en el siglo XIV, pero sí México en el siglo XX.
Luego todo se volvió un sueño de esos que nadie quiere soñar.
Y fue Joan quien, recargada en la pared, se colocó el vaso de ginebra sobre la cabeza; y fue su esposo quien le apuntó con el arma, lleno de seguridad y aplomo, y le disparó con una mueca de satisfacción. Burroughs bajó el arma con lentitud y ella se desplomó. La sangre comenzó a brotar de su cabeza y corrió por el suelo con esa misma libertad que los dos se habían construido. Luego todo se volvió un sueño de esos que nadie quiere soñar. Y él se vio a sí mismo tras los barrotes de la cárcel de Lecumberri y frente a los flashes de las cámaras de los reporteros.
Días después, ya libre, inició su oscuro viaje a Ítaca, en el que se convirtió en esclavo de la morfina y descendió a los más nefastos infiernos de la droga; aunque también atrapó con su pluma las páginas más febriles de la literatura estadounidense y se convirtió en el talismán de la generación beat, dejando su impronta en nuestra memoria. Años más tarde, Burroughs reconocería que “jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”.

Claudia Sánchez Rod
Colaboradora
(Ciudad de México) Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, cursó la Diplomatura “An approach to the meaning of life and death”en la Universidad de Toronto, Canadá. Se ha desempeñado como periodista y traductora. Entre sus publicaciones se encuentra el poemario El vino derramado (Barcelona), el libro de cuentos La marta negra(Barcelona) y el poemario Me dejaste puro animal inexistente(Morelos). Ha participado en las antologías Ocho lenguas de Medusa (Morelos), Soñando en Vrindavan y otras historias de ellas (E.U.A.), entre otras. Actualmente se desempeña como Jefa de Redacción del sitio literario El libro de arena.