Por Pablo Duca.

«Matando a Perón» es uno de los relatos desopilantes y comprometidos sobre temas cotidianos como el fúlbol, la violencia social, la muerte y la inmigración que forman parte de “Arde Dios esta noche”, el libro de la Editorial Baldíos en la Lengua que Pablo Duca presentará el 9 de diciembre en la Sala «China Zorrilla» de La Manzana de las Luces.

¿Qué decirles de Nicanor Pérez Godínez?

Lo primero que se me pasa por la cabeza es recordar el extraordinario evento que vivimos juntos el diecisiete de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro. La noche era cerrada y solamente una estrella podía adivinarse en el cielo. Nunca había divisado un cenit más negro. Parecía que tenía todas las intenciones de amedrentarnos. Era poco simpática y les diría, sin ánimo de equivocarme, que parecía decirnos: “Voy a deglutirlos”. Nicanor bebía ron para calentarse el cuerpo como si fuera Fanta. El fuego se había apagado y el frío de la Patagonia congelaba hasta los huesos. Si afino el recuerdo y revivo esa noche, era el viento Pampero el hostil. No había dejado de soplar desde la mañana y para la tarde me había agotado de tiritar. Estaba exhausto. Aún no eran las once de la noche y ya me moría de sueño y cansancio. Pérez Godínez tomaba y tomaba. Parecía un tentempié nocturno y sin motivos. Iba y venía con el codo. Yo pensaba para mis adentros: “Este tipo, a las dos de la mañana, está mamado”. Y esa era la hora señalada. El capitán Parker de la Séptima División del Comando de Infantería debería estar llegando desde la zona del Madrigal para recogernos. No era grata la espera. Entre el frío patagónico, la oscuridad de la noche y los aullidos de lobos hambrientos merodeándonos, era imposible recostarse entre las camperas. El último escape del batallón nos había dejado diezmados y de diez rebeldes iniciales, solo quedábamos Pérez Godínez y yo.

Iba y venía con el codo. Yo pensaba para mis adentros: “Este tipo, a las dos de la mañana, está mamado”. Y esa era la hora señalada.

De repente y sin aviso de Buendía, un soldado con casco color chocolate se acercó entre los matorrales. Caminaba despacio, como en puntas de pie, sin hacer ruido. Preguntó por Perón y le expliqué que nosotros éramos rebeldes. Pensé que era un señuelo y traté de cambiar de conversación. No hubo caso, insistía. Volvió a preguntar. Le pregunté por qué quería saber sobre él con tanta insistencia. Pidió un poco de ron y se sentó delante del fuego mugiente y maltrecho. Nicanor apenas lo miraba. Tal vez ya imbuido en el pedo de la noche tenía miedo en entablar conversación o creería que era un marciano. Sólo atinó a darse vuelta y a ofrecerle ron desde la botella como si fuera un amigo de toda la vida. El forastero se avivaba las manos frotándolas entre sí y solo dejó ese gesto epiléptico para tomar la botella. Y para sacar un cuchillo de entre sus ropas. En este instante ahorcó el silencio y disparó:

– Si lo encuentro al Perón ese lo achuro.

Inmediatamente la mirada de Nicanor se clavó en mis ojos. Me miraba como si se hubiese despierto de un sueño de una noche completa. Nosotros hacía meses que teníamos aquella misión imposible. Matar a Perón era más difícil que matar al Papa y la paga había sido buena y por adelantado. No sabíamos que otro cristiano andaba tras los pasos del presidente. Nosotros teníamos un trabajo, una misión, pero no mediaba ningún tipo de desencuentro con la víctima. Ni estábamos a favor ni en contra. Por supuesto que eran de esos tipos que no pasan desapercibidos, pero ni Nicanor ni yo teníamos aún una opinión tan comprometida con las causas políticas como décadas luego. Sabíamos que nunca andaba solo y que una guardia de la policía Federal casi dormía con él. Pero mal no nos caía. En cambio, en las palabras del recién llegado había un dejo de sentimiento comprometido. Este no era un rebelde. Este tenía alguna causa personal pendiente con el presidente de la Nación.

Matar a Perón era más difícil que matar al Papa y la paga había sido buena y por adelantado. No sabíamos que otro cristiano andaba tras los pasos del presidente.

Debo admitir que estos trabajos se pagan bien. No es lo mismo que el que lo solicite sea un campesino cualquiera o el mismo primo del General. En nuestro caso, la familia no era millonaria. Pero tenía en claro que luego de sucedido el evento podría heredar un sinfín de dinero y propiedades. Sospechaban que así era. Por las charlas que tuvimos con el mayor de los hermanos, no parecían tener información certera y fina, pero ya tenían la decisión tomada y para eso estábamos nosotros: para ejecutarla. Se imaginaban un mundo sin Perón, una familia sin el Juan Domingo y un futuro provisorio y prometedor. Además: ¿Quién iba a sospechar de la misma familia? ¡Si en Lobos nadie se conoce en profundidad! Todo estaba organizado a la pelusa. Solo que no nos imaginábamos ni por las tapas que el segundo de Perón, un tal Valdivia, iba a tener tanta suerte como para enganchar una conversación telefónica de uno de los diez rebeldes y hacernos un apriete mortal en el medio del campo donde estábamos pergeñando el acto. Solo quedamos Nicanor Pérez Godinez y yo para contarla. Y ahora, para ejecutarla. Porque yo no me iba a rendir así porque sí. Y menos si a nuestro ejército diezmado se unía un soldado con problemas personales con el General. Las situaciones que comprometen las emociones del individuo, yo les aseguro, hacen del hecho un final trágico y épico. Este soldado debía sumarse a la ejecución del plan. Ahora teníamos más fuerza. Tal vez más que antes, cuando éramos diez.

Solo quedamos Nicanor Pérez Godinez y yo para contarla. Y ahora, para ejecutarla.

Matar un presidente parece sencillo. Vas le pegas un tiro y ya está. Sin embargo, hacerlo bien es otra cosa. Horas de logísticas y de pensamientos dirigidos a neutralizar las defensas y encontrar al hombre solo y minusválido. Toda la información que teníamos era de su intimidad, imaginen que venía de su misma familia. Sin embargo en aquellas épocas se decía que Perón cambiaba de hábitos como una monja desencantada y que pocas noches dormía en la misma cama de la Residencia presidencial. Se paseaba noche tras noche de una habitación a la otra y sus guardias hacían el mismo baile nocturno con tal de darle protección. Ya se lo veía cansado al General por estas manías de su guardia pretoriana.

Poco se sabe qué hacía su ama de llaves. En definitiva, nuestro contacto interno en la gran mansión. Ella era una especie de tercer ojo del Presidente, veía por él y probaba su comida antes de ser servida. Jamás había pretendido un galardón pero no era fiel al hombre nativo de Lobos, como tampoco lo había sido de anteriores moradores de la Residencia. Con uno solo había tenido cierta empatía y cercanía y no había sido militar. Ella había visto en el ofrecimiento del primo de Perón una manera justa de reivindicarse de su pasado. Tal vez inclusive, de pasar a la historia, sin ser mencionada en los libros. Las primeras conversaciones con la señora Zulma Domínguez fueron en la vereda. Quien se presentó dijo ser el primo del Presidente. Preguntó por su pasado y sus entripados con sus pasados jefes. La moneda da vueltas en el aire y pasan segundos hasta saberse cara o cruz. Ella misma se desconoce en ese tiempo interminable de caída. Puede ser cara y buena. O cruz y perversa. Zulma pasó esos días de desvelo sin hablar con nadie. Hasta que tomó la decisión de colaborar con la causa. Se transformó en cruz a los pocos días. La moneda tenía ya la cara correspondiente.

Matar un presidente parece sencillo. Vas le pegas un tiro y ya está. Sin embargo, hacerlo bien es otra cosa.

En la noche del frío de la Patagonia desolada, tres hombres creíamos en el calor que se sueña. Nicanor estaba ebrio cuando escuchamos ruidos a la una de la madrugada. El soldado se sacó el casco para acomodarse la melena y preguntó por la hora. Pérez Godinez miró su reloj pulsera y dijo “la una”, con una sonrisa a media cara. El ruido se hizo cada vez más  intenso mostrando el viento sur que soplaba como si quisiera imponer la voz de los ausentes. Ese sonido me dejaba la mente despejada para pensar con claridad sobre los próximos pasos a dar. Me despojaba de malos pensamientos y de las posibilidades de error. Pedí un sorbo de ron y escasas gotas entraron en la garganta seca. Miré a mi alrededor en busca de ramas o maderas entre los árboles para avivar el fuego escuálido, anémico y flaco.

Los fuegos son los primeros en irse cuando las batallas se intrincan, cuando las derrotas se avecinan o cuando el desierto gana terreno. El fuego sabe de las derrotas y huye. Tal vez sea anterior a nosotros y sabe de la vida tanto como para entender de los destinos más que el mismo hombre. En esa noche yo no quería que el fuego se extinga. Quería que sea el cuarto integrante de la ronda y tal vez el más importante. Esto último, solo si él mismo decide no morir. Encontré algunas piñas de pino a diez metros y escasas ramas, suficientes para que la agonía fuera más larga y duradera. El viento ya gritaba y sus gritos daban el marco justo para que la negrura de la noche fuera aún más grotesca y macabra. Allí se hablaba de muerte. Y el sonido, la luz, la temperatura y los flacos hombres que ocupábamos la imagen eran oportunos y fieles. Nada faltaba ni sobraba. Tal vez que el fuego reviviera e hiciera de esa última hora de espera una hora menos dramática.

¿Qué decirles de Nicanor Pérez Godínez?

Era un militante comunista del año treinta con las ganas de crear un mundo nuevo como si hubiera sido educado por un soviético. Su padre había sido uno de los tantos anarquistas españoles de principio de siglo y había bebido de su agua sagrada. La rebeldía era el mejor lugar posible para Nicanor. Él creía que no había revoluciones sin sangre y había querido ir a Cuba a revivir su fuego sagrado cuando un tal Guevara Lynch le dijo que se sume. No se animó. Pensó en su esposa recién embarazada y en su madre desvariada y no se animó. No era antiperonista, ni cerca. Pero aquel llamado del primo del General le generó el germen del padre y desesperado por el dinero entendió que solo matando a un líder se crea conciencia patriótica. Eso decía en las noches regadas por ron en los preparativos del encargo.

Su padre había fallecido en un enfrentamiento con la policía en las primeras noches oscuras, donde repartir panfletos y reunirse con otros patriotas, era un deber. Tal vez esta noche, Nicanor Pérez Godines, entre trago y trago, allí donde el ron hace nadar el cerebro mareado, recuerde aquella fatídica noche donde su padre lo dejó huérfano. Ya para la una y media tenía los ojos vidriosos y la mirada entreabierta como ternero que está destinado al matadero y lo sabe. Miraba al horizonte buscando palabras y de tanto en tanto balbuceaba frases entrecortadas, inentendibles y breves para luego ingresar en mojones de silencios amplísimos y eternos. Parecía un malevo apoyado junto al farol, solo que sin el sombrero y con un árbol gigante y añoso que le daba escaso reparo.

Tal vez esta noche, Nicanor Pérez Godines, entre trago y trago, allí donde el ron hace nadar el cerebro mareado, recuerde aquella fatídica noche donde su padre lo dejó huérfano.

Yo intentaba sacarles conversación a los dos. El soldado parecía tener claro su momento y porqué estaba ahí. No preguntaba demasiado. Sol la hora de tanto en tanto mientras jugaba con una rama entre las cenizas flacas del fuego recién avivado por mis piñas. Se rascaba el cuero cabelludo como si tuviera piojos o fiebre y seguía sentado en ese tronco gordo que le hacía las veces de sofá. La inmensidad de la noche era infinita, parecía querer deglutirnos de un bocado y el viento nos decía frases en algún idioma arcaico y desnudo de silencios. No había palabras en ese discurso. Solo sentido.

De repente el soldado se paró. Preguntó una vez más la hora y a la respuesta de “faltan diez minutos para las dos”, sacó un papel de su abrigo marrón y comenzó a leer en voz alta:

“Siendo el quince de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro envío esta misiva al soldado Gómez de la Fuente para que se encuentre en el paraje La Piedad de la Provincia de Neuquén, a la vera del Río Esmeralda y será recogido a las dos de la mañana del día dieciocho de marzo, conjuntamente con otros dos hombres y desde allí iremos en camioneta hasta un campo para finalmente ser recogidos por una avioneta para concretar la tarea. Atentamente. Ricardo Peralta Perón.”

El soldado guardó su papel a riesgo de ser tragado por el viento patagónico y se sentó frente al fuego, frotándose las manos como un epiléptico sin medicación. Miraba para abajo, hacia el suelo como poseído. Y susurraba palabras extrañas como dándose ánimo.

A las dos en punto de la mañana del dieciocho de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro, una camioneta Ford que se veía tan negra como la noche posó sus dos grandes faroles sobre nosotros e iluminó la pequeña comitiva que conformábamos. El fuego se apagó de golpe, huyendo como siempre primero ante la menor duda. Y antes que el conductor baje del vehículo aún en marcha, Nicanor Pérez Godínez con el hilo de energía que le quedaba y con la voz ebria de ron, se dio vuelta hacia mí y levantando sus manos me gritó en la cara:

– ¡Viva Perón, carajo!.

A las dos en punto de la mañana del dieciocho de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro, una camioneta Ford que se veía tan negra como la noche posó sus dos grandes faroles sobre nosotros e iluminó la pequeña comitiva que conformábamos.

La camioneta arrancó de golpe, como esos zainos que miran fijo al jinete y desafían el orden natural de las cosas: “Acá mando yo, dice el caballo al galope”. Y la camioneta Ford mandaba. Miré para atrás y el viento parecía haber quedado en ese lugar recóndito de la Patagonia, entre los árboles y al centro, el fuego flaco. Ahora, el continente entero y el bravo campo. Allí nos esperaba una frágil avioneta. En ese momento, se me vino toda la vida en la cabeza. Me acordé de mi viejo yendo el diecisiete de octubre de mil novecientos cuarenta y cinco a buscar a Perón, muriendo luego en el cincuenta, con una mano atrás y otra adelante. Me acordé de mi vieja, con el escudo en un cuadro en el living de mi casa, muy sonriente. Y en un momento dudé. Dudé si este trabajo, porque al final era solo un trabajo bien pago, no me metía la carga familiar en el final de mi espalda. No había definitivamente, lugar para las dudas y las reflexiones. Intempestivamente la camioneta giró sobre su marcha y frenó. El conductor solo nos miró vacíamente, como quien está apreciando a tres cadáveres y dijo:

– Acá es. Ahora viene una avioneta. Es todo, caballeros.

Ni una palabra más, ni una palabra menos. Me acuerdo como si fuera hoy. Tenía una campera negra, de cuerina y unos bigotes gordos que le subrayaban una tremenda nariz puntiaguda. Jamás me voy a olvidar del brazalete rojo que enlazaba su brazo izquierdo. Lo miré al soldado y les dije que era hora de bajar. Nicanor seguía en ese silencio que lo había secuestrado hacía más de una hora cuando subimos a la Ford. Me miraba como hipnotizado, ebrio de ron y de ese coraje ciego que domina los miembros y te conducen hacia la nada. Tenía la mirada perdida, como olvidada en el fuego lejano.

Caminamos los tres juntos unos pasos y el soldado preguntó la hora. “Las tres y diez”, le respondí. Mi reloj era un Aristocrat modelo cuarenta y dos de mi viejo que había heredado de mi abuelo. Era fino y certero como un verdadero reloj suizo. Todos los días debías darle cuerda para que no se detuviera y por suerte, había tomado esa precaución en la tarde anterior. Miles de veces olvidaba de repetir ese gesto de mimarlo y el muy taura se paraba en los momentos decisivos. Ahora era fiel. Como Narciso Pérez Godínez. Había tenido varias oportunidades de abrirse de aquella locura, sin embargo en cada una de ellas había decidido continuar. Recordé cuando nos dejaron la nota escrita en una furgoneta sucia. En el limpiaparabrisas había un papel escrito con tinta china: “Si alguien lo toca al General, muere”. Debo admitir que lo pensé dos veces. Estuve a punto de claudicar. Se sabía y era un murmullo a voces que había un grupo que quería matar a Perón desde hacía mucho tiempo. Nadie se imaginaba que su misma familia estaba en el nudo del entramado. Muchos seguidores encontraban pistas y trataban, por todos los medios, de disipar los atentados una y otra vez. Ricardo Peralta Perón sabía a lo que se arriesgaba. Matar a un primo es una cosa, pero matar a un primo presidente era otra. Y encima no era cualquier presidente. Ni cualquier primo. Perón no tenía hijos y eso lo hacía un blanco aún más potente para la herencia. Yo sabía fehacientemente que Narciso era un hombre de coraje y sin frenos morales ni políticos. El trabajo es el trabajo más allá de los pensamientos, solía decir entre copa y copa. Ahora estaba mudo. Como si el viento se hubiera llevado su lengua y su alma. Apenas vimos la marca en el pasto detuvimos la marcha. Una franja cortada milimétricamente y marcando un sendero breve nos decía que allí era. Solo había que esperar. La luna estaba dudando en apreciar la escena o irse a otro lugar del planeta. Apenas se veía, flaca y a lo lejos. La noche seguía cerrada y oscura. El soldado prendió un cigarrillo con un fósforo de papel y en la llamarada pude ver la marca: Imparciales. Esa era la marca que fumaba mi viejo, pensé. En el lugar que esté no va a festejar lo que está por suceder. Pero ya lo entenderá. Mi vieja también. O harán el esfuerzo. Cada minuto que pasa noto más mi herencia entre los pensamientos y eso, debo admitir que me abruma un poco. Contengo la respiración y exhalo amplio y suave, para tranquilizarme, como me había enseñado mi abuela cuando era niño.

Se sabía y era un murmullo a voces que había un grupo que quería matar a Perón desde hacía mucho tiempo. Nadie se imaginaba que su misma familia estaba en el nudo del entramado.

¿Qué decirles de Nicanor Pérez Godinez?

Ya para ese momento se dormía parado. Entre los soplidos de las fumadas del soldado y los ronquidos de Nicanor el silencio ya no estaba. Decidimos, entre el soldado y yo, recostarlo entre las matas verdes de pasto. El hijo varón del anarquista dormía ebrio en un campo de Neuquén, a la espera de una avioneta salvadora que lo llevara frente a las mismas narices del General. Sin embargo, algo estaba saliendo mal. Más que los ronquidos de Nicanor no se escuchaba y ya para esa hora debía estar llegando la avioneta que nos recogería. Nada. Pero nada de nada. Silencio mortal. Algún grillo en la lejanía, más que eso, nada.

El soldado preguntó la hora. “Las cuatro”, le respondí furioso ya. Hacía más de media hora que estábamos esperando algo del cielo que no llegaba y el tipo de verde ya estaba impaciente. Y con razón. Caminó un rato en silencio en dirección norte y desapareció. En ese instante miré fijamente a Nicanor, yacía como un cadáver en su féretro. Pálido y rígido como un muerto. Solo sus breves y gruesos ronquidos denotaban vida en él. De repente apareció el soldado con un andar impaciente y ágil. Me miró fijo por unos segundos como quien está por decir la frase más reveladora y larga de su vida y se expresó:

– Acá nos dejaron de seña. Yo me voy a la mierda. Mande saludos al Perón ese. Me esperan en el regimiento antes del amanecer. Hizo un gesto horizontal de su mano derecha contra su parietal y se fue.

A las cinco de la mañana era claro que ya nadie vendría a buscarnos. El sol de marzo iniciaba su levantada diaria y me mostraba un campo verde inmenso con algún árbol en el horizonte. A mí mucho no me importaba Perón, ni los que lo querían o los que los odiaban. Pero esa noche pasé un frío de novela sin sentido y la gripe me duró más o menos quince días. La vuelta fue eterna. Colectivo a Neuquén capital y luego otro a Mataderos. El lunes tenía que estar de nuevo en la fábrica y a mí no me gustaba llegar tarde. Siempre fui un tipo puntual y derecho para los laburos.

¿Qué decirles de Nicanor Pérez Godines?

Nunca más lo vi. La última foto que tengo de él fue roncando ebrio en un campo perdido en la Patagonia argentina, casi sin sentido y con la conciencia perdida por el ron. Nunca más supe de él. Era buen muchacho. Lástima que lo perdía la bebida.

¿Qué si voté a Perón? ¡Por supuesto! ¡En el sesenta y cuatro salimos campeones de nuevo mi viejo! ¿O usted piensa que yo estoy loco?

Pablo Duca

Pablo Duca

Colaborador

Pablo Duca (Bahía Blanca, 1969) Actor, escritor, médico, dramaturgo y conductor radial. Realizó actuaciones en las obras Ph, un lugar común de Claudio Mattos y SKRAVEL de Leandro González. Escribió Puentes, libro de poemas (2015). Como dramaturgo ha estrenado Un tren en un barLa salomónica muerte de AdánMarcas en la piel Escualos en un bidet, esta última en colaboración con Leandro Marcos González. También realizó talleres con su obra La salomónica muerte de Adán para Argentores (tutor Andrés Binetti). Conduce el programa de jazz Blackbird en radio Vorterix Bahía, ganador del Martín Fierro Federal en el 2017.

Share This