Por Pablo Daniel Ovin.

Uno de los cuentos que conforman “El día que vi a la maga en el Aleph”, publicado en 2017 por Macedonia Ediciones.

Debajo de esa baldosa se ocultaba algo más que el clásico charco de agüita estancada que mancha los ropajes de los desprevenidos que la pisan en su apuro descuidado.

La ocasión fue justamente un día de lluvia como tantos otros, en un callejón del centro de esos por los que se pasa forzosamente cada vez en el camino de regreso a casa después de salir del trabajo, en ese desandar vespertino de la ruta inversa de la mañana.

De traje obligado para la oficina, saco y corbata molestos, pero tolerables porque uno se acostumbra o se resigna a todo por la plata. El problema no sería ese, sino el error de haber elegido el pantalón gris claro, en el cual las marcas del barro líquido que se eleva de las capas ocultas del subsuelo urbano resaltan implacablemente y arruinan la pulcritud requerida por el siempre odiado e implacable jefe.

Esa era la principal contrariedad cuando Giménez pisó la baldosa floja. Mientras su pie de zapato acharolado apoyaba su peso en el rombo de granito de la vereda mojada, su mente empezaba a maldecir la acción, intuyendo el salpicón inevitable.

Pero, ya se dijo que algo más se escondía ahí abajo.

Porque por allí se fue Ricardo Giménez y nunca más se lo volvió a ver de este lado del mundo.

El hombre avanza ahora a campo traviesa por un terreno arcilloso y oscuro. Anda con paso seguro y firme, vestido con su traje gris salpicado con las gotas marrones de la otra existencia, buscando una explicación que nunca va a encontrar.

Anda sin rumbo, despojado de su mundo anterior que quedó allá, antes de la baldosa del callejón del centro de la ciudad en su universo perdido.

Este espacio en el que cayó (caer es una forma de decir, simplemente llegó) es completamente desconocido e incomprensible.

No es que sea un lugar diferente. Todo lo que alcanza a ver es materialmente similar al plano que dejó: tierra, aire, luz, cielo azul y nubes blancas. Podría ser parte de su lugar de origen, no hay diferencias sustanciales; el modo en que apareció aquí es lo que quita toda racionalidad y lo desespera.

Se pregunta si está muerto. Si ese lugar desolado es el cielo o el infierno.

¿Una electrocución con algún cable suelto en el suelo? ¿Un infarto repentino?

¿Un disparo perdido de arma de fuego, un golpe mortal por la espalda, el fin del mundo? Puede trazar miles de hipótesis, pero no puede comprobar ninguna. No cree ni nunca creyó en la vida después de la muerte.

¿Pero entonces? ¿Ha ocurrido algo sobrenatural? ¿Un pasaje a otra dimensión, a un universo paralelo?

Le suena ridículo. ¿Un portal abierto en la vereda, debajo de un pequeño bloque de concreto común a todos los otros que forman el suelo gris que pisamos todos los días? ¿Viaje astral? Son alternativas que puede emparentar con mucho de lo que leyó o imaginó en su vida, pero sabe que no puede haber verdad en ellas.

No, se dice. Habrá una explicación lógica, debe haberla. Tal vez sufrió un ataque, ¿locura?

¿Estará ahora deambulando con la mente extraviada, sumido en un estado de demencia, sin ser dueño de sus actos ni de sus pensamientos? Tampoco lo parece: razona, calcula, deduce, recuerda con lucidez, impulsos impropios de un insano mental.

Recuerda todo hasta y después de la baldosa. La millonésima de segundo del cambio es el único momento que no existe en su cabeza, el paso de un mundo al otro fue instantáneo, sin huella ni señal.

Solo pisar, y cambiar.

El mundo post-baldosa es polvo y cemento, como cualquier rincón del planeta que haya intervenido la mano del hombre.

Pero lo que falta para Ricardo Giménez se sienta vivo o cuerdo es precisamente eso, la presencia humana. Desde que cruzó, o llegó (¿cómo decirlo?), no ha visto rastro alguno de vida congénere.

Algunos insectos, similares a los que conoce o asociables a los que imagina pueden existir, reptan caminan o vuelan a su alrededor. Pero no hay gente, personas, hombres o mujeres a la vista.

Nada que denote la existencia de seres humanos en kilómetros a la redonda, hasta donde llegan sus ojos. No hay casas, autos, caminos; sólo el cemento cubierto en partes por esa tierra marrón o negra que no vuela con el viento que se levanta de a ratos desde el horizonte.

El viajero anduvo tanto sin que nada en el paisaje cambie, que ya está resignado a la no existencia de ninguna otra realidad distinta a la actual. El desierto parece extenderse hasta el infinito y hasta la eternidad.

Podría volver a la teoría de su muerte. Acaso no sea el cielo ni el infierno, sino ese limbo en el que quedan atrapadas las almas que se resisten a aceptar el corte con el mundo material. Vio eso en alguna película, alguna vez, y el paso se resolvía cuando el protagonista asumía o entendía su fallecimiento.

Entonces quiere darse cuenta de que está muerto, que no respira, que flota en el aire; quiere recordar el dolor en el corazón o el impacto de bala en el momento de pisar la baldosa floja. Se sienta en el suelo y cierra los ojos buscando la respuesta, esperando abrirlos en otro lugar, en la tierra o en el cielo, o en el infierno si tiene que ser así, pero quiere salir de allí de una vez. Quiere salir.

Definitivamente no está muerto, y de lo que Ricardo se convence es de que sí puede morir en cualquier momento, y de una manera catastrófica y dolorosa.

Cuando abre los ojos de su deseo clarificador desengañado, ve venir a la muerte directamente hacia él.

El firmamento celeste se oscurece de pronto: una sombra gigantesca se cierne sobre la superficie donde pulula Giménez, como si fuera un enorme cuerpo espacial cayendo a tierra. ¿Un meteorito? ¿Una tormenta eléctrica? Un relámpago rojo lo tiñe todo por un segundo, y luego el mundo se vuelve negro.

Giménez queda sumido en esa oscuridad, la más impenetrable que sus ojos jamás experimentaran hasta entonces. Tumbado en el piso al que se dejó caer instintivamente, con los brazos sobre su cabeza, cubriéndose del golpe que supone se viene sobre él.

El suelo tiembla por otro segundo interminable. Cuando el movimiento se detiene, al unísono se disipa la oscuridad y el único humano existente en esos páramos queda totalmente cegado por el resplandor de la luz natural que azota de repente sus retinas.

Cuando logra recobrar, al menos parcialmente, la visión de lo que lo rodea, se encuentra con un panorama de devastación, como un mundo de posguerra nuclear o un campo bombardeado por la aviación más poderosa.

No consigue ponerse de pie hasta el tercer intento, tambaleándose, no por su marea sino por la inclinación del suelo que pisa. El polvo oscuro que estuviera pegado al piso flota ahora en cúmulos negros, nubes al ras que se meten por la nariz y la boca y no dejan respirar con libertad.

Adonde mire encuentra espejos de agua que antes no estaban, charcos y charquitos, y hasta un enorme lago, o mar, que parece iniciarse algunos kilómetros adelante y se extiende longitudinalmente sin dejar ver la otra orilla. Giménez infiere que estos nuevos accidentes geográficos de su infinita planicie son producto de ese golpe que azotó la tierra, de ese deslumbramiento rojo que cayó del cielo.

Vuelve a emprender la marcha hacia adelante (un adelante caprichoso que es en realidad una dirección cualquiera hacia la nada) totalmente confundido y desorientado, por inercia más que por decisión.

Ya ni siquiera vale la pena preguntarse ni tratar de entender, los interrogantes se pierden en la diatriba de lo posible y lo imposible. Sólo vale caminar, es la única acción física posible para intentar cambiar la situación, andar por la superficie porosa de piedra caliza ahora sucia y salpicada, antes árida y seca.

Moverse para tratar de salir, para tratar de llegar… ¿Adónde?

En algún momento de alcanzará el borde, el confín. Todo tiene su límite, incluso este mundo insoluble al que Ricardo Giménez entró mediante el verbo pisar.

A esta altura hay más esperanzas de normalidad, ahora que él no es el único ser humano existente en ese universo secreto.

Giménez ya no avanza, corre directamente hacia ese otro infortunado, hacia el recién llegado que se distingue a lo lejos, no tan lejos como para alcanzar a verlo perfectamente y en todos sus detalles.

El nuevo está detenido, rodilla en tierra, por la sorpresa del cambio necesario. Giménez empieza a compadecerlo mientras se acerca, entendiendo que no va a ser de su ayuda, sino que es él quien va a tener que consolarlo y ayudarlo a aceptar lo inaceptable.

Cuando está llegando prácticamente a su lado, termina de descubrir a un hombre común, vestido de calle, expresión de desconcierto, remera, pantalón azul salpicado por esa agua sucia que se esconde tras esos días de lluvia debajo de aquellas veredas del centro de la ciudad, y zapatillas rojas, del mismo rojo de ese relámpago que golpeó la tierra un segundo antes de su descenso al micro-mundo de la baldosa de Ricardo Giménez.

Pablo Daniel Ovin

Pablo Daniel Ovin

Colaborador

Pablo Daniel Ovin (1974) Es escritor, narrador, novelista. Comunicador social en diferentes medios, al frente de programas radiales culturales, políticos y periodísticos, y en distintos medios gráficos de Argentina y el exterior. Publicó los libros de cuentos Creador de Realidades (1a edición en 2000 – 2ª edición en 2001) y Regalo de Cumpleaños (2003). Incluido en antologías literarias como Casa de La Poesía (1999) y editado en España en la Antología Literaria Alhucema (2003), entre otras. 2º premio del XII Certamen Internacional Argenta en el género Cuento (1999). Finalista del certamen internacional Mis Escritos en cuento (2003). Mención de honor del certamen internacional Mis Escritos en poesía (2004). Coordinó en Buenos Aires el ciclo literario El Ascensor, con poetas invitados, músicos en vivo y micrófono abierto (2001-2007). Participante y organizador de encuentros literarios y culturales. «El día que vi a la Maga en el Aleph» es su tercer libro, recientemente publicado por Macedonia Ediciones.

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