Por Gabriela Borrelli Azara.
Solo nombrarla para que se abran un sinfín de imaginarios: Pizarnik. Ahí empiezan los adjetivos para su vida y para su obra. La poeta maldita, la siempre niña, la surrealista, la deprimida, la obsesionada por nombrar lo que no tiene nombre, la amiga y la amante, la que se hizo dueña de su muerte el 25 de septiembre de 1972. Hace 45 años. Huyó a otro mundo. Al del silencio, tal vez. Ahí donde las palabras ya no nombran, ahí dónde la sangre ya no corre. Alejandra se bautizó a sí misma en uno de sus primeros poemas.
Creó su propio rito poético y pasó su vida literaria dejando correr por sus venas ese nombre:
alejandra alejandra
y debajo estoy yo
alejandra
En un ensayo de esos llenos de lucidez a los que nos tiene acostumbradxs, Tamara Kamenszain sostiene que Pizarnik, “salta del capricho infantil al drama adolescente con estos versos” y a su vez sienta las bases de una característica de su poesía: el desdoblamiento.
“Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al viento”
Con todos sus poemas trama un camino que nos conduce a lo mejor de su prosa. Teje el imaginario de la sed, de la palabra, de la sangre que rebautiza y transporta a otro mundo. Uno de sus más hermosos poemas, dedicado a otra poeta faro, Emily Dickinson, lo expresa concretamente:
“Del otro lado de la noche
la espera su nombre,
su subrepticio anhelo de vivir,
¡del otro lado de la noche!
Algo llora en el aire,
los sonidos diseñan el alba.
Ella piensa en la eternidad”.
Hay que buscar un pasaporte a la eternidad. Una palabra que se vuelva sed. Cuando le preguntaron a Juan Gelman cuál era el mejor texto de Pizarnik no dudó: La condesa Sangrienta. Alejandra se desplaza desde la poesía en busca de una sangre y la encuentra en la historia de la condesa Isabel Báthory de Ecsed, la asesina de 650 muchachas, la condesa sangrienta. En 1580, luego de la muerte de su marido, la condesa Bathóry montó un siniestro laboratorio en su castillo donde torturaba a jovencitas y les extraía sangre para beberla o bañarse en ella. Historia que nos llega a través de Valentine Penrose a la que Pizarnik leyó con pasión. Y así Alejandra crea un ensayo potente y poético donde corre la sangre de Artaud, Baudelaire, Octavio Paz, Sade, Gombrowicz. Buscar en la prosa el río, con toda la poesía de la que ella era capaz.
“Castillo de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos, castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas, de bosques con fieras blancas en invierno y oscuras en verano, castillo que Erzébet Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito”.
Alejandra se desplaza desde la poesía en busca de una sangre y la encuentra en la historia de la condesa Isabel Báthory de Ecsed, la asesina de 650 muchachas, la condesa sangrienta.

Hay que llenar el vaso de poesía e historia, de sangre de muchachas, que es la propia sangre porque ya nos lo había dicho: “Falta poesía cuando la sangre llora y llora”. Es un llanto como el de las estatuas de las vírgenes cuando ocurre el milagro en alguna parroquia lejana. Esa estela de bordó oscuro que sale de rígido. Muchos dicen que Pizarnik murió adolescente, apenas cuando la sangre empieza a brotar de nuestras vísceras. Apenas cuando empezamos a tener un cuerpo, una palabra, un nombre. Ella hizo todo eso en su poesía y en su prosa. Se hizo de un nombre, un nombre con sangre. Que bebemos, sedientas.

Gabriela Borrelli Azara
Directora de Lamás Médula
Gabriela Borrelli Azara es escritora, periodista y conductora de radio de ciclos literarios en Radio Del Plata y Radio Nacional. Es autora de “Océano” (Lamás Médula, 2015) y directora de Lamás Médula, revista de curtura.