Por Selva Almada.
Una memoria transitada por los bares de la familia. También la muerte. Un pueblo. Un niño acunado por los borrachos del lugar. El relato autobiográfico que cuenta una época y una comunidad, entre la poesía y la narrativa, en un híbrido hipnótico.
¿En qué momento se funda la memoria?, ¿cuál es el primer recuerdo?, ¿es propio o es lo que nos cuentan y con el tiempo nos vamos apropiando? Yamil Dora dice en Los lindos que cuando era bebé dormía en un moisés arriba de la barra del bar de la familia y que los borrachos se turnaban para acunarlo. No dice que él lo recuerde. Pero lo cuenta como algo fundacional, algo que alguna parte de su cuerpo parece recordar. Algo que repite y se repite a lo largo de los textos como un mantra: fue un bebé que dormía en la barra de un bar; ese bar era de su familia. Hay una afirmación en ese recuerdo que no es una simple anécdota pintoresca. Hay una afirmación, hay algo que lo definirá el resto de su vida: el universo de los bares y todo lo que se cuece en él: las amistades entrañables, las alegrías, el dolor compartido, el gusto por la noche, el aire viciado, el olor a vino, la música, la poesía tal vez puesta en boca de hombres que no saben que saben de poesía.
En un pueblo chico, un pueblo de provincia, el bar no es lo mismo que aquí en Buenos Aires. El bar funciona como un micro mundo de hombres: es el sitio de la palabra más que de las acciones: hablar de política, hablar de fútbol, hablar de mujeres; cantar canciones, guitarrear, nadie baila, no bailan entre sí los hombres solos. Es el sitio de los naipes, de las apuestas clandestinas, de los sifones, el aperitivo de las 11 y el de la tardecita; el vino de las 12 y el que circula cuando la noche se abre, inmensa y larga, para cerrarse recién cuando está clareando. En mi pueblo al bar le decían boliche.
Yamil escribe Los lindos. Escribe parte de su memoria familiar de abuelos sirios, de un abuelo que recién conoce a los 20 años aunque luego entenderá que siempre estuvo cerca, que era ese tipo que le servía muchas masitas (más que al resto de los clientes) en el bar de uno de sus tíos, ese hombre de moño que lo miraba de lejos, como si él, un niño todavía, no pudiera advertirlo. Una memoria transitada por los bares de la familia. Y también un pueblo, Casilda. Los bares de la familia también tienen que ver con la historia del pueblo.
Hace un tiempo en facebook alguien cuestionó los textos autobiográficos señalándolos como “egoístas”. Me quedé pensando bastante porque a mí el relato autobiográfico me gusta mucho. Pensé que no estoy de acuerdo con ese posteo. El relato autobiográfico no es egoísta, no consiste sólo en mirarse el propio ombligo: si no que cuenta también una época, es la memoria de una comunidad también. En Casilda estaban los bares de la familia de Yamil. La historia de Casilda también transitó esos bares. Yamil cita a Beatriz Vignoli que dice que los poetas llenan las ciudades de alma. Yamil parafrasea a Vignoli y dice que los bares llenan las ciudades de alma.
En Los lindos también hay fotos.
Todas son fotos de infancia, de un tiempo ido e imposible de recuperar como no sea a través de esas imágenes con los colores fuertes de las polaroids o del blanco y negro rigurosos. En algunas fotos está Yamil de nene o su madre, su padre, sus tías y abuelas. Hay algunas fotos de casamiento. De cuando se casaron sus padres y faltaba un año para que él durmiera en la barra del bar, adentro de un moisés. Hay una foto que me encanta: es de él y su mamá en un parque de diversiones. Dice que en esa foto se siente el rey del mundo. Hay otra foto, una foto grupal de esas que nos sacaban en la escuela primaria, en los pueblos: una vez al año venía un fotógrafo a la escuela y tomaba una foto del grado. Esa foto está cortada: un cuadradito en el margen inferior izquierdo. Hay un par de niños que desaparecieron de la foto. ¿Por qué? Me impresiona. Me encantan las fotos cortadas porque están hablando de una historia secreta o subterránea que queda afuera de la historia, de la escena que cuenta cualquier foto. Pero nunca antes vi una foto de niños cortada. Por eso me impresiona. Así como una se impresiona más con la muerte de un nene que con la de un adulto.
La muerte es otro tema. Los bares, la noche, la muerte. Los que ya no están, el dolor y la tristeza que trae recordarlos y también la alegría: el cumpleaños 80 de la abuela y todos borrachos; el amigo que abre un boliche y descorcha un champán, el amigo que está muerto pero queda cristalizado en ese momento feliz de abrir un champán y brindar por la vida, por las cosas buenas de la vida. Yamil dice que no le tiene miedo a la muerte; en varios pasajes del libro dice que sabe que va a morirse. Lo repite no para convencerse como hacemos algunos. Lo repite otra vez como una afirmación, como una toma de posición.
Pero la memoria familiar de Los lindos no va sólo para atrás, sigue hacia adelante. Las hijas de Yamil que lo miran escribir poemas como de chico él miraba a su padre servir copas. Las hijas que nacen entre los mundiales de fútbol. Los bares que se abren y se cierran entre los mundiales. Las hijas que crecen, se estiran, aprenden a andar en bicicleta entre un campeonato y otro. Las hijas que también construirán su propia memoria de la familia.
Los lindos es un libro precioso: hay allí una historia familiar que respira, se agita, expira para renacer en los que vienen; hay mujeres grandiosas que cocinan y abrazan; y hombres que fundan bares. Yamil tuvo varios bares: él también los abrió y los cerró mientras escribía poesía. Hoy escribe poesía. Y escribe este libro, a caballo entre la poesía y la narrativa, un híbrido hipnótico que por momentos invita a leer en voz alta, para acunarnos con la música que arman los párrafos, acunarnos como borrachos o como bebés acunados por borrachos.

Selva Almada
Colaboradora
Nacida y criada en Entre Ríos; Selva Almada está en la cresta de la ola. Sus últimos libros, El viento que arrasa y Ladrilleros ya llevan varias reediciones. Su obra no sólo es del gusto de quienes compran sus libros; también la adoran los críticos y los editores extranjeros: sus textos están siendo traducidos al francés, el portugués y el italiano.
Selva dejó la carrera de comunicación social a los 20 años, y empezó a estudiar literatura. Luego publicó los libros de relatos Una chica de provincia y Niños, y el libro de poemas Mal de muñecas. Con los años dejó de tenerle idea al periodismo y se le animó a la no ficción. Y está preparando Chicas muertas, un libro de crónicas sobre casos de femicidio en los años 80.