Por Gabriel Rodríguez.

Una semblanza de la destacada artista mexicana, su amor por Rivera, su vínculo con el dolor y su obra final, como signo de una  personalidad que, aún hoy, signa al mundo.

Debería estar sentada en el suelo del mercado de Toluca vendiendo tortillas. Sería mejor que no tener nada que hacer con estos artistas de París. Se sientan durante horas en los cafés, calentando sus preciosos traseros y hablando sin parar de cultura, arte, y revolución, y de esto y de aquello. Al día siguiente no tienen nada que comer porque ninguno de ellos trabaja.

En enero de 1939 la mujer que va a revelar buena parte de su estar en la vida en esas palabras, viaja a París invitada por André Breton para exponer su obra en la ciudad luz. Era la primera vez que ella  cruzaba el océano, sin su elefante, sin su conflictivo y conflictuado amor. Habían pasado veintidós años desde su nacimiento. Diecinueve según lo que a ella le gustaba creer.

Magdalena Carmén Frida Kahlo Calderón nació un 6 de julio y murió un 13 de julio. Las dos cosas en el mismo lugar: Coyoacán, México. Frida solía afirmar que lo había hecho en 1910, no en 1906; decía ser hija de la Revolución, y más que eso, hija de unos tiempos revolucionarios de punta a punta de la vida mexicana en los postreros años de Porfirio Diaz. Porque la Revolución será lo que guíe buena parte del devenir mexicano en los años siguientes, de sus transformaciones y sacudidas. Pero para esta mujer, que en 1939, sola y en Europa, ya habría amaestrado a los peores demonios de su dolor interior y exterior, serán otros los acontecimientos que la harán empezar a vivir una vida de martirios y  que estarán en el centro de su trabajo artístico, de su relacionarse con un mundo nuevo, de su recorrido a través de omnipresentes espacios de sufrimiento, desilusión, y renacimiento.

El primero de esos acontecimientos es la poliomelitis que perturbó sus años de niñez, que la confinaron por vez primera a un cuarto y una cama, un golpe de los tantos que vendrán. Una pierna más corta y delgada que la otra, las burlas en la escuela, Frida niña retraída y solitaria.

 

El otro, el crucial, será el accidente del camión colectivo en que viajaba desde el Zocalo hacia Coyoacán en 1925. Brutal. El pasamano que atraviesa su columna a la altura de la vagina, fractura de clavícula y de costillas, la pierna derecha en once partes, el pie dislocado y aplastado,  el hombro fuera de lugar, y la pelvis rota en tres lugares. Casi devastador. Los médicos incluso dudarán de sus posibilidades de sobrevivir. Un mes enyesada, acostada, y encerrada en una caja. Pasarán varios meses para poder recuperarse, pero nada de todo aquello pasará para siempre, ni saldrá de su cuerpo y su omnipresente agonía. Nunca más.

 

Una lluvia de circunstancial polvo aúrico

 

Los surrealistas que la habían invitado a exponer en el viejo mundo, por primera vez sola, con brillo propio, sin Diego Rivera como esa sombra artísticamente soberbia, no alcanzaron a comprender que el surrealismo que ellos veían en sus cuadros eran algo que la mexicanidad ya tenía instalada desde tiempos remotos. Si hasta pudo inmiscuirse en la tragedia, cuando una lluvia de circunstancial polvo aúrico cubrió el cuerpo destrozado de ella, dejando una imagen con la que la posteridad insinuará tantas metáforas y simbologías.

Frida Kahlo no buscó extrañar el mundo a través de sus pinturas, ni transformarlo desde el dolor en él presente en un amasijo de mitologías exóticas y desconcertantes. Todo el dolor que podía haber en el mundo estaba en ella, vivía en ella, se le había instalado aquel fatídico septiembre de 1925. Frida pintó su sufrimiento, y lo hizo de forma que no dejara lugar a dudas el sentimiento. Pero jamás se pensó mártir, el periodista Carlos Monsivais acertó al expresar que “no se resignaba a que la cubrieran con el velo de la piedad ajena”. Si en literatura suele creerse que el tormento y el sufrimiento genera al poeta, Frida Kahlo representó una manifestación inocultable de esa máxima de creación artística.

“Mi vida tuvo dos accidentes: el del autobús y Diego Rivera”, dijo alguna vez. Los dos fueron determinantes en dos planos distintos. Uno la empujó a la paleta, los pinceles, los colores, a tener que verse a sí misma postrada y sufriente. Y con esa imagen,  declararse como unas ruinas dolientes de la vida tocada en suerte, que nunca terminarán de desmoronarse, y que ella pondrá una y otra vez en pie. El otro accidente fue el amor. Un golpe tan duro y persistente que también le creó unos escombros que la acompañarían siempre, pero a los que Frida amaba pese a las laceraciones que le producían con frecuencia. Con ellos decidió aprender a convivir. La paloma y el elefante, había dicho su madre del que sería el matrimonio con el muralista. Si la paloma aprendió a volar aquí y allá sin hacer nido en ningún amorío ocasional, no fue por una ideología primigenia de amor libre, sino por la desilusión, luego profunda convicción, de que no había de poner al elefante en caja. Las infidelidades de Diego enseñaron a caminar a las infidelidades de Frida. Vas a conocer a mi esposa. Vas a enamorarte de ella, le dijo Diego a su empleado y asistente Heinz Berggruen. Y así fue el refugiado alemán uno de los últimos amantes de ella. Hasta en eso este gigante -en cuerpo y genio- fue indeseado farol en el camino de Frida. Ella lo amó a pesar de él. Él no pudo evitar la soledad que lo invadió cuando se enteró del agravamiento de la salud de ella, cerca ya de la muerte.

 

Frida Kahlo atravesó una vida de constantes tormentos, en el cuerpo y en el alma. Su coraje, su determinación, su pasión por vivir sin resignarse solo a sufrir, le marcó el tono de su pincel, de toda su novedosa y ejemplar obra, y la convirtieron para siempre en un hito universal de la voluntad ante cualquier destino atroz. Una de sus últimas pinturas, ya en 1954, en el año en que morirá, fueron simplemente sandias, pero su título seguido de su firma casi que lo explican todo desde allí hacia atrás. “Viva la vida” se llamó el cuadro de Frida. Quizá también la final biografía de sus 47 años junto a nosotros y nosotras.

Gabriel Rodríguez

Gabriel Rodríguez

Colaborador

Gabriel Rodríguez nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos.

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