Por Eduardo Silveyra
Cualquier vida es un viaje. Y toda biografía, es un periplo por la vitalidad imbricada en una existencia, construida en la poética de la búsqueda y el encuentro del objeto que, convierten a un hombre en poeta y en las singularidades de esa conversión, a la cual no le faltan los rituales de los posesos.
Pero de esto hablaré más adelante, ahora, quiero hablar de las fallas que convierten a esta obra en perfecta, pues al hablar de un viaje, hablamos del diario llevado por el navegante o aquel que lo registra en la bitácora, con las imperfecciones propias de una navegación azarosa y por la cual, a veces, un nombre mal escrito o una intrascendencia testimonial, nos abre una puerta impensada y nueva, que nos descubre una mirada deslumbrante sobre el escenario, en el cual actuó el ser expuesto y vivenciado en la historia. Esto, es lo cautivante en la biografía escrita por Hardmeier. Página tras página, vamos reconstruyendo a un hombre, a un poeta, pero sobre todo a un Ser, avocado a un destino trazado en la pertenencia a una generación y a su cometido épico y trágico.
Al hablar de tragedia, hablo del enceguecimiento provocado por la concreción de una utopía, en la cual, la muerte no solo es la entrega a una causa política para su realización, sino también, un acto estético, al que nos podemos entregar de manera mística y religiosa.
Como bien señala Graciela Maturo en su testimonio, lo cual podría eximir a quien realiza tal ofrenda, de cualquier juzgamiento. Aunque quizá, Miguel Ángel Bustos, no sea en sí mismo un poeta político al modo de Gelmán, Urondo o el coloquial Benedetti, su poética los trasciende a todos ellos, porque se nutre en la mitología y en los rituales de una filosofía ancestral a descubrir. Al hablar del acto estético en la confrontación política, no se puede eludir a Yukio Mishima con su muerte espectacular al tomar el Ministerio de Guerra en Tokio, como una entrega sangrienta y ritualizada en contra de la desculturización del Japón, algo que lo relaciona más allá de las antípodas ideológicas, con Miguel Ángel Bustos.
Influenciados por la mirada colonizada de nuestra cultural, el viaje iniciático a Europa y más precisamente a París, forma parte del bagaje que todo escritor de esa época, poeta o artista debe incluir en su formación. La ciudad donde que da a luz el Mayo Francés de impronta pequeño burguesa, es la génesis de las vanguardias y su influencia se derrama hasta el Río de la Plata, desde estas orillas o márgenes del mundo, parten Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik y todo aquel que se precie de ser lo que dice ser. Sin embargo, más allá un inevitable roce con el existencialismo sartreano, encontrado en la poesía de Miguel Ángel Bustos, voy a citar un aforismo:
De la noche vengo. A la noche voy. Un solo relámpago de luz turbia mi cuerpo. Que es como decir, somos una chispa entre dos nadas, de modo poético
O La única verdad que poseo es mi muerte. La única mentira es mi vida.
Con la cual establecemos esa relación de belleza trágica entre el poeta y la filosofía, pero, a pesar o por encima de cualquier pesar, el viaje emprendido no es hacía la cuna de las vanguardias, estéticas, literarias y filosóficas, donde unos van a mamar de las fuentes más o menos adulteradas y otros más pudientes a tirar manteca al techo. No, las rutas de Bustos no son europeas, el trazo de su camino pasa por Bolivia, Brasil, Perú, por la cultura incaica y maya. Es una búsqueda casi contrapelo a la hecha por su generación y emprendida con escasos o nulos recursos, es un viajar hacía aquello que fue conquistado, destruido e invisibilizado, precisamente por la cultura europea, pero de cuyas ruinas surge una luz y una verdad insoslayable, porque está ahí, a flor de tierra.
Graciela Maturo, al hablar sobre Miguel, nos da en su testimonio una hipótesis peligrosa acerca del olvido en el cual Bustos estuvo sumergido durante muchos. No era un hombre para integrar a la “industria del dolor” nos dice, y esa referencia que puede recibir cuestionamientos políticos y posicionamientos sobre el destino y la acción política de una generación, no está exenta sin embargo de una cierta verdad, porque su modo de integrarse a la acción política armada tampoco está exenta de misticismo y de los rituales propios de un poseso. Tanto Boccanera como Spunberg, desconocen cómo fue qué Miguel se integró a la militancia en el PRT. Tal vez, una muchacha de una de las redacciones en las que trabajó lo haya seducido e involucrado en un emprendimiento revolucionario y suicida. Lo cual no quita que un enamoramiento o una seducción amorosa, no nos conlleve a un compromiso real con una causa justa y liberadora. Lawrence de Arabia, se enamora de un adolescente árabe y como prueba de amor, le promete liberar su patria del yugo del Imperio Otomano. El muchachito muere en un combate, pero E. T. Lawrence cumple con la promesa en su memoria.
A medida que avanzamos en la lectura de este libro caótico, no existe otra posibilidad de escritura para una vida construida desde ese lugar, -lo cual no deja de ser una buena almohada para concretar un sueño o una idea- vamos descubriendo a un hombre de ritos y ceremonias a las cuales se entrega y recrea a la manera de los grandes erotómanos -hablo de Sade y Sacher Masoch- pero son estos ceremoniales en los cuales también está presente el suicidio, es decir la muerte, los que convierten a Bustos en un esteta del goce y el dolor
Comencé a militar a principios de los años 70 y siendo adolescente también me embarqué en esa aventura proveniente de la generación a la que perteneció Miguel Ángel Bustos, desde la otra orilla –hablo de Montevideo- vine a parar a esta y aquí quedé. En esos años tuve una novia de naturaleza cuasi pueblerina, ella era de Lomas de Zamora. Yo solía vagar por la ciudad y en mis periplos por esas calles acuciadas por los peligros de las patotas policiales, muchas veces me crucé con Bustos. Sin ser puto, me llamaba la atención su belleza, pero también, la aflicción marcada en su rostro y en su mirada que iba más allá de los horizontes y los objetos. Alguien, no recuerdo quien, me dijo una vez que era un gran poeta, sin embargo, nunca me atreví a entablar un dialogo en esos encuentros casuales. Él, atravesaba como una ráfaga misteriosa y desesperada mi andada y mis interrogantes acerca de una vida desconocida.
Una tarde calurosa, sentado en el escalón de un edificio por la calle Charcas, mientras esperaba la salida de mi novia de la casa de una amiga de la facultad, alcé la vista y dentro de una Citroneta estacionada ante mis ojos, estaba Miguel con una mujer, una mujer bella y bien vestida. Los miraba hablar con cierta premura, pero sin perder del todo la calma. En determinado momento ella sacó de la cartera un fajo de billetes y una pistola, Miguel guardó el dinero y el arma en un morral y le entregó un revolver de un calibre no muy importante. Yo, quedé cautivo de esa escena y de la belleza de esa mujer rubia. Después de ese intercambio presuroso, el autito se fue por un lado y el por otro. Encendí un cigarrillo y en la espera de aquella novia perdida, traté de imaginar la vida de aquel hombre al cual nunca me atreví a hablarle, claro está, que la novia se perdió en el tiempo y en muchos otros olvidos, pero gracias al trabajo de Jorge hecho obra en el libro, tuve la suerte de encontrar y conocer a ese poeta, con el cual nunca cruce una palabra.

Eduardo Silveyra
Escritor
Integrante de la Usina del Pensamiento Nacional y Popular.