Por Gabriel Rodríguez.

UNO. El kiosco está en penumbras, siempre está así cuando van llegando las doce del mediodía. Hay que ahorrar luz, ordenó el dueño. Hay que ordenar la pedrada, pienso yo, que empiezo a inquietarme ante las noticias que llegan de todas partes. Casi nadie hay en la cuadra, apenas el linyera que siempre amanece tirado en la puerta del bar de la chica linda. Pasan algunos caminando rápido, temerosos, miran un instante la caramelera, como si desearan poder comprar algo pero no les alcanzara.

MIL. Mi compañero sale a la vereda, mira el cielo, dice algo de una lluvia que viene. Yo pienso por segunda vez algo fulero, algo de fuego y muerte. Yo soy de los que creen en eso de la rebelión. El único en la cuadra de los negocios vacíos que puede creer una barbaridad así.

Suena el handy, es el dueño que avisa alarmado que vienen como mil negros a desvalijar los comercios. Cierren la persiana, ordena con voz apagada pero igual firme. Mi compañero baja la cortina de metal y me mira asustado, él no cree en las razones que avanzan detrás de los abusados. Tal vez, eso sí, un poco en el derecho de los que ven sus ahorro incautados. Trabajar, ganarte tus ahorros, y que te hagan esto, escucho que murmura.

A lo lejos se escuchan disparos. El linyera se despereza y se pone de pie. Abran que fue falsa alarma, avisa el handy. Echo mano a las cadenas y tiro de ellas, hago mucha fuerza para levantar, hasta dejar el metal al tope. Mi compañero me mira, observa al linyera que se asoma y pregunta si sobra algo, dice que no mi compañero. Yo saco el chocolate más caro y se lo tiro al rotoso, que lo agarra en pleno vuelo. Chicos, bajen urgente la persiana que ahora sí parece que van saqueando por el centro. El otro, que va dejando de ser mi compañero, echa mano a las cadenas y las deja caer, esta vez sin suavidad. Lo último que veo del mundo de afuera son los pies mugrientos del linyera junto al envoltorio lleno de polvo de un Toblerone. Se escuchan sirenas a lo lejos. No tan lejos.

DOS. Ya pasó un poco la penumbra del mediodía. Comienza a salir la claridad por entre tanto edificio de oficinas, que siempre es necesaria en la calle Tucumán entre Suipacha y Carlos Pellegrini. El handy parece querer decir algo, se escucha un rumor de transistores indecisos, unas ganas de un anuncio que se demora. Al final: chicos, abran y estén atentos, ya saben lo que tienen que hacer si vienen. Mi compañero, creo, es el que eleva una vez más la puerta, y me mira de nuevo, un poco hastiado.

Se oyen disparos, y sirenas, y yo juraría que pies zapateando sobre los asfaltos. Se escuchan todo tipo de ruidos: motores de motocicletas, quejidos de camionetas, gomas que silban en su frotarse con el suelo. Mi compañero se asoma a la vereda justo para ver pasar un pibe en una moto, blandiendo un palo, con la cabeza sin casco pero una remera ocultándola. Dobla en la 9 de julio rumbo a la Avenida de Mayo. Yo tomo mi mochila y apago las luces del negocio, dejo caer las cadenas, todo el metal se golpea contra el piso haciendo un estruendo en la calle Tucumán, casi como un grito. Mi compañero no entiende, me mira, pero no entiende. Yo sé que ahora sí vienen, y claro que sé lo que tengo que hacer.

No sé qué hora es con exactitud cuando doblo en la 9 de Julio rumbo a la Avenida de Mayo.

Foto Paloma García. Para seguir su trabajo ingrese aquí

Gabriel Rodríguez

Gabriel Rodríguez

Profesión

Gabriel Rodríguez nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos.

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