Por Lamás Médula.

No se puede comprender la actualidad cubana y caribeña (Venezuela incluída), sin conocer la historia. Dictaduras, guerras entre estos pequeños países y las naciones más poderosas de cada época, el sueño del secretario de Estado norteamericano John Quincy Adams  «Cuba caerá como una fruta madura en nuestras manos», y el legado de José Martí para lograr «una nación con todos y para el bien de todos», en este informe especial masmedular de colección.

No son pocos los que piensan a Cuba como un invento de los hermanos Castro, Raúl y sobre todo Fidel. Una Cuba sin pasado, sin historia, sin orígenes. Las maquinarias de la desinformación preferidas por la maloliente clase media latinoamericana (de fuerte presencia en Argentina y menor arraigo en el resto del continente), ha borrado del mapa toda suposición sobre la existencia de una Cuba anterior a la Revolución de 1959. Es la misma clase media que según Arturo Jauretche «vota bien cuando está mal y vota mal cuando está bien».

Por otra parte, los más encumbrados periodistas internacionales -que venden al mejor postor sus opiniones y cambian de ideales como quien cambia de medias-, imponen determinada realidad por todos los medios posibles. Hablan de Cuba sin haber pisado jamás la isla ni haber hecho contacto con lo que se denomina habitualmente «la fuente informativa». Para ellos, Cuba es un muñeco inflado 1º de enero de 1959 por Raúl y Fidel Castro, acompañados para la ocasión por Camilo Cienfuegos, Ernesto Che Guevara y otros. Un muñeco que no solo hay que destruir sino mostrar como un mal ejemplo para el resto de la humanidad.

Esta ausencia de historia no es inocente.

Lo que no dicen los medios es siempre mucho más importante que aquello que dicen.

Cualquier lector de Lamás Médula que piense lo contrario, no estaría haciendo otra cosa que confirmar lo que aquí se postula: no existe ninguna posibilidad de comprender la compleja actualidad cubana, o más precisamente la actualidad caribeña, sin tener datos fundamentales sobre la historia centroamericana. Una historia riquísima en matices, anécdotas, dictaduras, guerras entre los residentes de la isla y las naciones más poderosas de cada época.

Todo desemboca en la Revolución de 1959, pero ¿cómo llegó Cuba hasta allí? He aquí un recorrido por la historia de aquel pequeño lejano y cercano país.

Desde sus orígenes, en el primer cuarto del siglo XIX, la utopía cubana se limitó al modesto deseo de ser un país libre.

Hacia 1825, Latinoamérica había logrado casi en su totalidad, el objetivo de liberarse del dominio colonial español; pero Cuba era una isla, sitio emblemático de las utopías y estaba condenada a ser una excepción. La llama de la guerra independentista prendió desde México hasta Argentina, pero no en Cuba. La sacarocracia cubana –el poder de los grandes azucareros, quizá la clase social más rica e ilustrada de todo el imperio español debido a sus vínculos con el mercado mundial del azúcar y la trata de esclavos- conocía muy bien el ejemplo haitiano y prefería curarse en salud. A fines del siglo XVIII había tenido lugar en la vecina Haití –en aquel entonces la riquísima colonia francesa de Saint Dominique- una luminosa revolución que terminó ahogada a sangre y fuego en una guerra desoladora y quizá inevitable de esclavos negros contra amos blancos y mulatos libres. Esta guerra étnica arrasó el país, convirtiéndolo en el más pobre de América y marcando hasta hoy su destino.

La sacarocracia cubana –el poder de los azucareros-, cuya riqueza aumentó vertiginosamente cuando los colonos franceses de Haití salieron del mercado, temía que el fuego de la libertad terminara quemando su patrimonio al hacer desaparecer la esclavitud, base de su riqueza. En ese pragmatismo reside la fuente de las dos grandes opciones políticas de esa sacarocracia, a lo largo de su historia: reformismo y anexionismo. La primera pretendía obtener reformas en beneficio propio, sin alterar sustancialmente el orden colonial español sin suprimir la esclavitud ni conseguir por lo tanto un equilibrio social y político en la isla. La segunda  opción, todavía más perversa, pretendía anexar a Cuba a los Estados Unidos, convertirla en el estado más sureño de ese país y conservar así la esclavitud, obteniendo de paso el acceso al mercado norteamericano y sacrificando la existencia misma de la nación cubana a sus intereses esclavistas. La lucha por la libertad de Cuba se convirtió, entonces, en una utopía de locos, poetas, abogados, estudiantes, negros esclavos, mulatos libres, blancos pobres, pequeños terratenientes y sacerdotes con vocación filosófica.

Contra ella se alzaba no solo el poder formidable de la sacarocracia, sino también la herida voluntad imperial española, los incansables deseos de Inglaterra, y la terrible voracidad norteamericana. En 1823 el presidente James Monroe perpetró la doctrina que lleva su nombre -y que aun sigue vigente-, para bloquear las intenciones inglesas de apoderarse de Cuba, aprovechando la decadencia española y dejó establecido que «ningún poder europeo podría intervenir en América sin enfrentar la hostilidad de Estados Unidos». El secretario de Estado, John Quincy Adams, reveló los verdaderos motivos de su país en el brutal lenguaje de la época al proclamar literalmente que «a su tiempo, Cuba caerá como una fruta madura en manos norteamericanas».

Hacia 1823, la utopía cubana de la libertad no estaba solo referida a España sino también y cada vez más a los Estados Unidos, lo que muchas veces pondría a la isla en el centro de los acontecimientos mundiales.

En simultaneo con la Guerra de la Triple Infamia, conocida como la Guerra de la Triple Alianza, en la que Inglaterra utilizando los servicios de Brasil, Argentina y Uruguay, desguazó entre 1864 y 1870 el poderío bélico de la Paraguay de Francisco Solano López -asesinando a todos los hombres de aquella nación, aniquilando su ciencia, arrebatando sus tierras, maldiciéndola para siempre-, el pueblo cubano se lanzó a la primera guerra contra el imperio español, para concretar sus sueños.

Fue una experiencia de soledad conmovedora y trágica. No solo ningún país europeo le brindó apoyo; tampoco lo hizo Estados Unidos y –lo que es más- ninguna de las jóvenes repúblicas latinoamericanas. No obstante, los cubanos insurrectos de entonces llevaron a cabo un ejemplar intento de organizar una democracia en tiempos de guerra. Abolieron la esclavitud, creando las bases de un posible equilibrio social, y fundaron una cámara de representantes separando el poder legislativo del ejecutivo, lo que permitía cierto equilibrio político, subordinando el poder de los militares. Hicieron nacer la nación y en medio de la más absoluta soledad, sostuvieron la guerra contra el poderoso ejército colonial español, totalmente concentrado en Cuba durante diez años, entre 1868 y 1878.

Cuba perdió la guerra con España. Los derrotados y sus descendientes, no se han librado hasta hoy del trauma social que significó aquella derrota. Conocen sus causas de memoria. Primero, los problemas resultantes del funcionamiento de una democracia parlamentaria como elemento rector de una guerra irregular llevada a cabo en condiciones de extrema desventaja, lo que generó frecuentes tensiones con el Ejecutivo y trabó muchas veces el desenvolvimiento de las operaciones militares; en medio de aquella guerra, Cuba funda una democracia parlamentaria lenta y poco operativa, pero prefiere ser derrotado en esa guerra, antes de alterar ese funcionamiento democrático. Segundo, la ausencia absoluta de aliados exteriores. Tercero, que la guerra no lograra llegar a la zona occidental del país, donde estaba la capital y se atesoraba la riqueza que alimentaba al enemigo. Cuarto, el regionalismo y la consiguiente división que debilitó a los cubanos. Esos cuatro traumas estaban llamados a tener una importancia formidable en el futuro de Cuba, tanto que hoy todavía, muchísimos años después del fin de la Guerra de los Diez Años, permanecen como una obsesión en el centro de los destinos de la isla.

Cuando a principios de 1895 José Martí, Antonio Maceo y Máximo Gómez se reunieron para tratar la conducción de una guerra de independencia que recién comenzaba (otra guerra más), estos eran los asuntos que estaban sobre el tapete. Hubo entonces un fuerte debate entre Martí –uno de los pensadores políticos más importantes del mundo de habla hispana del siglo XIX- y Antonio Maceo, el mayor genio militar del pueblo cubano. Las páginas del Diario donde Martí contó en detalle la discusión se han perdido para siempre.
Los especialistas en el tema, aseguran que Maceo conocía y había sufrido como nadie las causas de la derrota cubana en la Guerra de los Diez Años, y exigía el control absoluto de las operaciones y de la administración del territorio por parte del Ejército en la nueva contienda, por eso quería asignarle a Martí el papel de representante de la revolución en el exterior. José Martí conocía el papel jugado por los caudillos militares y por las montoneras regionales y étnicas en el desequilibrios de las  repúblicas latinoamericanas, y exigió conjurar ese peligro desde el principio mismo de la revolución de 1895, estableciendo límites al poder del Ejército y sus jefes. En todo caso, la versión martiana del debate hubiera podido constituir la piedra angular de una concepción cubana de la democracia.

Pero alguien, probablemente con las mejores intenciones, o llevado por la conciencia de que su desunión había sido una de las causas principales de la derrota de 1878, o tal vez horrorizado por la constancia de una fuerte desavenencia entre los dos mayores líderes históricos cubanos, hizo desaparecer esas páginas, provocando así un vacío que a juicio de muchos historiadores, constituye una tragedia política para la isla.

Queda como consuelo y guía para el pueblo cubano, la frase lapidaria que Martí dirigió a Gómez en una carta fechada en 1884…»No se funda una república, general, como se manda en un campamento….» Para Martí el objetivo de la «guerra necesaria» era obtener la independencia de Cuba y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico, impidiendo que Estados Unidos ocupara las islas y cayera con más fuerza sobre toda América. Martí intentaba equilibrar un mundo y sabía que una tarea tan alta era del todo imposible si Cuba se convertía en un campamento militar para usufructo y gloria de algún dictador. Su reto era muchísimo más grande: luchar por la fundación de una república democrática.

Como la sacrarocracia, Martí conocía el ejemplo haitiano; los sacarócratas solo veían en esa experiencia una razón para mantener la condición colonial de Cuba, salvando sus privilegios y riquezas a costa de mantener en la miseria al resto de la población de la isla que carecía además de  derechos civiles y políticos. Martí en cambio partía de esta base: los cubanos no podrían aspirar a una existencia digna ni Cuba cumplir su papel de equilibro entre las dos Américas, si no alcanzaba antes su propio equilibrio. En la república debían caber todos, cubanos negros y blancos, occidentales y orientales, la colonia española residente en la isla. Pero Martí murió en una escaramuza poco después del encuentro con Maceo. Guillermo Cabrera Infante interpreta su muerte como un suicidio, muchos intelectuales no piensan lo mismo; la mayoría entiende que se trató del esfuerzo trágico de un político e intelectual para ser consecuente con esa otra idea suya acerca de cómo conjurar el peligro de las dictaduras establecidas por los caudillos vencedores en las contiendas militares.

Maceo, el líder militar cuyo inmenso prestigio hubiera podido salvar la dignidad civil de la república, murió también hacia el final de la guerra conducida con especial crueldad por la parte española, que se había declarado dispuesta a perder en Cuba «hasta el último hombre y la última peseta». Y casi lo logra. En 1898 el tesoro español estaba exhausto y la población hastiada de un conflicto que la desangraba. Cuba había hecho la guerra otra vez sola. Sin embargo logró llevarla a Occidente, superó las divisiones regionales y pospuso las preocupaciones democráticas. Después de tres años de hostilidades había perdido la tercera parte de su población y casi toda su riqueza en el conflicto, pero estaba a punto de hacer realidad la utopía independentista. Fue entonces cuando Estados Unidos, siguiendo la estrategia diseñada medio siglo antes por John Quincy Adams, consideró que la fruta estaba madura, declaró la guerra a España y en pocos días se apoderó de los restos de su imperio, en lo que calificó cínicamente como una «espléndida pequeña guerra». Ningún delegado cubano fue invitado a las conversaciones de paz que tuvieron lugar en París entre Estados Unidos y España. El ejército independentista no pudo siquiera participar en el desfile de la victoria en Santiago de Cuba. Los estadounidenses ocuparon durante cuatro años una Cuba exhausta, establecieron una base naval que todavía ocupan en Guantánamo y fomentaron una república desequilibrada, en cuyos asuntos internos se adjudicaron constitucionalmente el derecho a intervenir y en la que continuaron vivos todos los vicios de la colonia.

Es muy difícil transmitir el sentimiento de frustración que invadió a Cuba entre 1889 y 1902, pero sin tenerlo en cuenta es absolutamente imposible explicarse el derrotero de la revolución hasta 1959. A los antiguos traumas históricos de los cubanos, se añadía un quinto, todavía más profundo: pese a los esfuerzos sobrehumanos del pueblo, la intervención de los Estados Unidos redujo a Cuba a la condición de semicolonia en el plano económico y político e impidió alcanzar un mínimo equilibro social. Los negros esclavos e hijos de esclavos que en dos guerras habían constituido la base del ejército cubano, hasta el extremo de darle su nombre con la palabra que los designaba y que es sagrada para el pueblo de la isla –ejército Mambí- siguieron siendo discriminados, privados de oportunidades económicas, educacionales y políticas e incluso reprimidos cuando se atrevieron a reclamar sus derechos. La república independiente equilibrada, «con todos y por el bien de todos» que quería José Martín, continuó siendo una utopía. Pero había demasiada sangre por medio y el peligro anexionista resultó totalmente conjurado. No existe otra ideología popular cubana que el independentismo. La sacarocracia y la naciente clase política no tuvieron más alternativa que suscribir el acuerdo de paz. Todos los gobiernos que padeció la isla entre 1902 y 1933 se proclamaron herederos de la gesta independentista y prometieron cumplir sus ideales; ninguno lo intentó siquiera. Y en 1933, cuando la clase política cubana estaba totalmente desprestigiada por su servilismo y su falta de visión de futuro, estalló otra revolución, la más prometedora que había tenido lugar en América hasta entonces desde la mexicana, que barrió con los políticos corruptos y con la oficialidad reaccionaria y clasista del ejército organizado por Estados Unidos en la isla. Ese proceso del que pudo haber surgido una nueva Cuba, resultó secuestrado por un oscuro sargento del ejército devenido en caudillo militar, Fulgencio Batista y Zaldívar, que muy pronto se puso al servicio de los intereses de los Estados Unidos.

A principio de los años ´30, Cuba seguía grávida de una revolución que no alcanzaba a nacer, pero que continuaba en el centro de sus obsesiones. En 1940 se aprobó una nueva Constitución que pudo haber sido la base jurídica de la república equilibrada, «con todos y para el bien de todos» que quería José Martí. Como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, entre otros factores, la isla conoció un crecimiento económico significativo, que a su vez permitió un desarrollo apreciable de la educación, la salud pública y otros servicios sociales. En el marco latinoamericano, su nivel de vida cedía solo ante los de Argentina y Uruguay. No obstante, su condición de semicolonia norteamericana y la debilidad de su sociedad civil y de sus estructuras políticas, permitió la reaparición del ex sargento Batista, ya transformado en general, quien en 1952 dio un golpe de Estado, suprimió la Constitución de 1940, y estableció una dictadura militar, convirtiendo rápidamente a la isla en un gran burdel, centro mugroso e insalubre donde el juego clandestino y la trata de  personas constituían la mayor fuente de ingresos junto al del producido por la comercialización del azúcar. Esta dictadura solo pudo ser derrocada por una nueva guerra revolucionaria que prometía hacer realidad, por fin, la utopía independentista.

La revolución cubana de 1959 brotó de las entrañas mismas de esa nación. En su primer discurso posterior al triunfo, Fidel Castro se refirió al momento más doloroso de la historia cubana, aquel en que el ejército interventor norteamericano no permitió a las tropas cubanas participar en el desfile de la victoria en 1898 ni entrar siquiera a la ciudad de Santiago de Cuba «esta vez los mambises sí entrarán a Santiago» proclamó Castro, exorcizando el más profundo de los traumas cubanos. Cuba había perdido la Guerra de los Diez Años por la falta de un mando único, libre de trabas laguleyescas para conducir con eficacia las operaciones militares. En 1959 todo indicaba la proximidad de una confrontación con Estado Unidos. Washington no había renunciado nunca a la política de la «fruta madura» y no estaba dispuesta a aceptar una Cuba independiente en lo que consideraban y siguen considerando su «patio de atrás». Tampoco podía hacerlo la sacarocracia cubana, vinculada umbilicalmente a la economía norteamericana. Y en el marco  de la lucha que se entabló de inmediato entre estas fueras, otro de los grandes traumas históricos de la nación cubana se hizo presente: todos los gobiernos latinoamericanos –con excepción de México- se sumaron vergonzosamente al bloqueo dictado desde Washington y rompieron vínculos con Cuba. Como en 1868, como en 1895, los cubanos empezaron a experimentar, otra vez, la trágica experiencia de la soledad.
Pero esta vez Cuba encontró un aliado en la entonces denominada Unión Soviética, el único europeo que se atrevió a retar la doctrina Monroe. No se trataba de un socio que brillara por sus tradiciones democráticas, por el nivel de su desarrollo tecnológico, ni por la eficiencia de su estructura económica. Esta nueva conformación de alianzas llevó al mundo al borde del holocausto nuclear durante la crisis de octubre de 1962. Las grandes potencia supieron entenderse, pero lo hicieron a solas, como en 1898. Cuba estuvo ausente en las negociaciones donde se decidió su futuro, lo que probó que la independencia alcanzada era peligrosamente relativa.
Como respuesta, la revolución aumentó la dimensión de su utopía y cifró su esperanza en extenderse a Latinoamérica, estimulando movimientos guerrilleros en casi todo el continente. Era la época de la intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, de la guerra de Vietnam, del Black Power de Tlatelolco, del movimiento antiautoritario alemán, del mayo francés del 68 en París. Pero también era la época de la Primavera de Praga, cortada de raíz por la intervención soviética.
Lo que sigue es historia conocida. En todo caso, los últimos años de historia cubana, la caída del Muro de Berlín, el desmoronamiento de la Unión Soviética, el bloqueo económico de los Estados unidos y sus países satélites, configuran un panorama difícil para Cuba, que los habitantes de la isla esperan esperanzados e inquietos por las aperturas recientes, producidas a partir de la administración de Barack Obama.

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