Por Juan Stanisci y Carla Lorenzo.

“Hagámosle caso a Niembro” ¿Qué tiene que ver Niembro? “ No boludo, acordate de lo que dijo Niembro: “El que quiera ver fútbol gratis que se vaya a Cuba”, vámonos a Cuba y vemos fútbol gratis. “Mi amor, en Cuba como mucho dan beisbol” le respondí pensando que era una joda. “Bueno, si no hay fútbol gratis por lo menos hay playa, ron y revolución” ¿Qué iba a hacer contra esos argumentos? Nos fuimos a Cuba, muchacho.

El que quiera ver fútbol gratis, que se vaya a Cuba

Fernando Niembro

La miré a Carla y le dije: “basta”. El último comentario del Chavo Fucks ese sábado a la noche fue lo que llaman, la gota que rebalsó el vaso. Basta. Yo no le pago más a estos tipos. Estoy harto de pagar el pack fútbol para darle de comer a Román Iuch, Matías Martin, Varsky, El Bambino Pons, a todos y cada uno de los que relatan y comentan en esta espantosa modalidad de fútbol pago. El único que zafa es Latorre, pero no es tan bueno como para justificar a los otros ladrones. Uno trabaja día a día, se toma el colectivo que ya ni se sabe cuánto vale, para pagar y ver el fútbol de los fines de semana ¿Y qué termina pasando? Que aparece el Chavo Fucks y te arruina todos los partidos. Carla me miró como atravesada por una epifanía “hagámosle caso a Niembro” me dijo. Yo seguía mirando el partido y entre un intento de pase entre el cinco y el cuatro que terminó en lateral para el contrario, se me cruzó el nombre de Niembro. ¿Niembro? ¿Qué tiene que ver Niembro? “Este es el Chavo Fucks” le dije cortante. No boludo, acordate de lo que dijo Niembro: “El que quiera ver fútbol gratis que se vaya a Cuba”, vámonos a Cuba y vemos fútbol gratis. “Mi amor, en Cuba como mucho dan beisbol” le respondí pensando que era una joda. “Bueno, si no hay fútbol gratis por lo menos hay playa, ron y revolución” ¿Qué iba a hacer contra esos argumentos? Nos fuimos a Cuba, muchacho.

Aeropuerto Internacional José Martí. Ni bien pisamos tierra cubana Nuestro Hombre en La Habana nos advirtió, acá son todos enfermos por la Liga Española. Nos miramos ¿Habíamos viajado no sé cuántos quilómetros para ver a Cristiano Ronaldo? No podía ser. Nuestro Hombre en La Habana siguió, van a ver camisetas del Barcelona y del Real Madrid por todos lados, de vez en cuando se pueden cruzar una del Villarreal o del Sevilla. Tenía que estar exagerando. Fuimos a tomar la guagua, el colectivo cubano que no importa la hora ni el día siempre va abarrotado. Había dos quilómetros entre el aeropuerto y la parada, pero a las pocas cuadras se nos puso un auto al lado. Nuestro Hombre en La Habana se acercó a la ventanilla, charló unas pocas palabras y nos hizo señas para que subiéramos. Bajamos en la parada de la guagua y a los pocos minutos subimos como pudimos con las valijas ante las miradas poco amigables de los cubanos que iban y venían del trabajo. Miré atento: una camiseta del Real Madrid. No podía ser verdad.

El Malecón.  El primer lugar a donde uno tiene que ir en La Habana. La avenida que bordea la ciudad y contiene los embates del mar del caribe cuando se pone bravo. En sus ocho kilómetros se pueden encontrar cantantes ambulantes llamados trova-tur, olas que te revientan en la cara, turistas paseando en autos descapotables de la década del cincuenta, atardeceres tan espectaculares que uno llega a pensar que no es digno de estar ahí, pescadores, edificios arrasados por huracanes o vendedores de todo lo que usted no necesita pero debe comprar. Nos advirtieron sobre el peligro de estos comerciantes andantes: son capaces de endulzarte el oído y hacerte creer que son tu mejor amigo con tal de vender lo que sea. Es más, a uno le termina dando gusto comprar eso que no necesita de tan amable que es el que lo ofrece. Caminar por el Malecón es llegar a un estado en el que nada puede andar mal, ahí debe estar el misterio de la amabilidad cubana.

Ni cinco minutos pasan que ya se acerca el primer vendedor. No es necesario que hablemos, el mate nos delata. “¿Argentinos?” pregunta con un setenta y cinco por ciento de probabilidades de acertar (el otro veinticinco es que seamos uruguayos, pero saben que agarramos el termo distinto). Antes de dar paso a la conversación, es necesario aclarar que viajamos en los meses previos al Mundial. “Si” contestamos, con una mezcla de miedo, curiosidad y no querer ser ortivas. “Tienen que sacar a Higuaín y a Di María y les puede ir bien” dispara el moreno vendedor agarrándonos en orsai. El atardecer se acerca, el sol está cayendo sobre el mar del caribe y no queremos perdérnoslo, el clima de La Habana en marzo es hostil y puede ser el único día despejado. La curiosidad es peligrosa. “¿Y a quién pondrías?” le pregunto pensando que solo conocen La Liga. Los cubanos para charlar son mandados a ser, más que nada si te quieren vender algo. “Muchacho, tienen que jugar Icardi y Dybala” responde como quien vive pensando en eso y lo tiene clarísimo.

A todo esto no sabemos si nos quiere vender algo o solo nos charla por naturaleza y hospitalidad. Esa duda es la que nos hace seguir la conversación. “Icardi hasta ahora no funcionó, che. Higuaín no tiene suerte. Y a Di María lo ponen a jugar muy arriba, si arranca de más atrás puede rendir. Pero Dybala es bueno.” Le digo en un arranque de tibieza. “Pero muchacho, Higuaín no anotó los goles cuando tenía que anotarlos. Ya pasó su momento. Hay que darle lugar a los nuevos.” El tipo seguía sin dar muestras de sus intenciones. “Tenés razón.” Le digo, tirándole la pelota. “¿Hace mucho llegaron?” Donde nosotros leemos “ll”, o mejor, “y” hay que poner una “i”, donde nosotros leemos “ch” hay que pronunciar “sh”, pero a mitad de camino entre la “ch” y “sh”, ni hablar de las “r” que en realidad “l”, como en “mielda” o “talde”. Le dijimos que esa tarde, que era nuestro primer paseo. Ahí el tipo arrancó un rosario de recomendaciones. Cuando le preguntábamos los precios en los lugares empezó a deschabar sus intenciones, eran el doble o triple de lo que nos habían dicho un rato antes a modo de advertencia. No son malos, de algo hay que vivir. Lo dejamos hablar un rato más y ahí apareció el quid de la cuestión: habanos. Le repetimos que recién habíamos llegado, que no nos interesaba por ahora. Pero él tenía los mejores precios aunque solo por ese día. La charla de fútbol había terminado hace rato, así que no los voy a aburrir con lo que siguió con el vendedor endulzante, la cuestión es que no sólo ven La Liga, también están al tanto de lo que pasa en el Calcio. ¿Aislada Cuba?

La Habana vieja es un barrio ambiguo. Ciertas calles, las que dan a Centro Habana, son una especie de San Telmo, un barrio antiguo con la cara lavada como para que el turista disfrute del orden dentro del desorden, para que sabiéndose en otro país no se sienta perdido, ya que esa calle podría ser Buenos Aires, Lima, Brujas o cualquier otra adoquinada y con edificios viejos. Ahí están los bares de Hemingway, las calles que caminó Obama y los libros más caros de Cuba. Pero si se dobla en la esquina equivocada aparece la Habana Vieja, la real, la popular. Aparecen los pibes jugando al Baseball, las doñas colgando la ropa, los edificios que se sostienen por casualidad o providencia de Fidel, los perros y el regetón o la salsa haciendo latir las paredes. También aparecen las miradas de costado, si bien los cubanos nunca pierden la amabilidad y jamás se les ocurriría hacerle algo a un turista, saben que ese no es nuestro territorio, que las calles que están hechas para nosotros están un par de cuadras para el otro lado, que nada tenemos que hacer ahí. Puede que sea un poco cierto, pero si buscamos una Habana más real, entonces sí es nuestro lugar. Si buscamos precios que se ajusten a nuestro bolsillo devaluado por el neoliberalismo, entonces estamos en nuestra ruta.

No hay colectivos que pasen por ahí y los autos son pocos (como en toda Cuba). Entre los edificios de un piso y más de setenta años, aparecen dos arquitos. No tienen más de medio metro de alto y uno de ancho. Pero hay algo raro, delante de cada arquito hay un pibe que no se mueve.  Miran el partido atentos a la pelota que puede acercarse al lugar que deben proteger. Lo raro no es que existan los arqueros, lo raro es que estén delante de arcos tan chiquitos. Acá, no vale la pena aclarar pero voy a hacerlo igual, si se juega con arco chico no hay arquero. Allá sí. Lo cierto es que a los pibes que juegan a la pelota en las calles de la Habana Vieja poco les importa el arco. A los pibes que juegan a la pelota en las calles de la Habana Vieja, y me animaría a decir que en toda la isla, les interesa pisar la pelota como Neymar. Tirar un caño y pisar la pelota. Pero Neymar va para adelante, los cubanos no tanto, parecen estar influidos por aquella propaganda de Nike que hablaba del Jogo Bonito, donde lo único que importaba era ser rápido con los pies y hacer malabares con la pelota. Estuvimos un rato mirando, más por estar cerca de un kiosko que vendía cerveza Bucanero barata que por la belleza del partido. Tres latas pasaron y el partido estaba tres a dos. Repito por si hace falta que la cancha medía como mucho veinte metros de largo, o sea que cinco goles en tres latas es poco. A uno solo le salía eso de pisar la pelota para humillar al otro, el resto de casualidad podían darle la pelota al compañero.

Aunque parezca ridículo, el fútbol en Cuba es un deporte de grupo pero individual. Falta espíritu colectivo, jugar con el compañero. Quizás una buena forma de que perdure la revolución sea que los pibes entiendan que al fútbol se juega de manera colectiva. Aunque tal vez, la forma de jugar individualista sea una herencia del baseball, dónde si bien se juega en equipo los movimientos clave se hacen de a uno.

La misma manera de jugar, arcos chicos con arquero y firuletes fallidos, la vimos a los pocos días a metros de la Plaza de la Revolución, ante la atenta mirada del Che, Camilo Cienfuegos y José Martí. Sabemos que al querido Ernesto le gustaba jugar a la pelota, en cambio no tenemos muy clara la relación de Camilo y menos aún de Martí con el fútbol. Lo que sí sabemos, es que no les gustaría nada tanta muestra de individualismo en los jóvenes. Probablemente mirarían un rato y les gustaría menos aún, porque se darían cuenta de que están desperdiciando un juego que intenta fomentar lo contrario: la conciencia colectiva y el espíritu de equipo.

 Su nombre alude a lo inaccesible para ciertos sectores. A todo lo que no se va a cruzar en el camino de los que no fueron elegidos. Y por oposición, a los que sí, a los que pueden y tienen el deber de ocupar ese lugar de privilegio. El barrio se llama El Vedado. Durante décadas fue el lugar de residencia de las clases dominantes en La Habana. Primero españoles, luego estadounidenses y empresarios, tanto cubanos como de otras nacionalidades, vivían en los palacetes con amplios jardines y hermosas columnas. A pocos kilómetros la población pobre se hacinaba en La Habana vieja, ni hablar de los distritos ubicados a más distancia del mar. Pero en eso llegó Fidel. Fidel y el resto de los barbudos. Y El Vedado dejó de estar vedado. Las mansiones fueron expropiadas y reutilizadas como Centros Culturales, ministerios o simplemente asignadas a familias sin una vivienda digna. En la zona norte de El Vedado se encuentra el cementerio y gran parte de la vida cultural habanera. Cines, bares y teatros abren sus puertas hasta altas horas de la noche. Al visitante argentino lo sorprende un detalle imperceptible al ojo cubano: la cerveza vale lo mismo sean las cinco de la tarde o las dos de la mañana.

Eran más de las dos de la mañana y caminábamos por rampa, una de las avenidas principales de El Vedado. Veníamos buscando un bar abierto, hasta que por obra divina, el bar se hizo realidad. Era un tugurio amigable. Una barra a lo ancho del local con banquetas altas al estilo yanqui, era todo el mobiliario. Por el poco interés por la decoración nos dimos cuenta que era un local estatal, doble obra divina. Los comercios que pertenecen al estado tienen precios accesibles, a excepción de los que están en los lugares turísticos, y este no era el caso. También se los puede reconocer por una superpoblación de mozos y mozas o por la presencia casi exclusiva de cubanos. Dudamos entre tomar las cervezas ahí o comprar y seguir. Nos venía bien un descanso así que frenamos, además se podía fumar adentro. En la punta de la barra había un televisor chico. Eran más de las dos de la madrugada y estaban dando Tottenham – Juventus. A pesar de ser seguidores de La Liga española, los pocos parroquianos miraban con atención el partido, casi como si fuera en vivo. Los cubanos no tienen nuestra obsesión por la noticia minuto a minuto. Ellos observaban el partido como si fuera en vivo. A nosotros nos importaba poco el desarrollo del encuentro, pero la escena era muy llamativa. En los bares, en realidad en cualquier lugar, los cubanos se la pasan charlando entre sí o jugando al dominó. Acá no, solo miraban el partido. Evidentemente, la imposibilidad de estar conectados a toda hora, los había llevado a vencer otra dictadura: la de la televisión en vivo. No sé cómo terminó el partido, lo que sí quedo claro, es que el fútbol estaba por encima de la noticia, de la posibilidad de ya saber quién había ganado y cuál había sido el resultado. La posibilidad de no estar actualizado de manera constante, genera que el tiempo pase distinto. El tiempo en Cuba, transcurre más despacio porque uno vive en la realidad, en las calles, en los bares, en las plazas, en el malecón o en dónde sea, se está pendiente de lo que se tiene adelante, no de una realidad virtual que termina por reemplazar a  la vida.

Habíamos viajado miles de kilómetros con la frase que dice “el que quiera ver fútbol gratis que se vaya a Cuba”. Es cierto, ver fútbol en Cuba es gratis, como todos los canales. Tele Rebelde es el canal de deportes cubano, ahí se puede ver la liga de baseball local, la bundesliga, La Copa del Rey, el Calcio, la Champions League, los mundiales, los juegos olímpicos o un torneo de esgrima. Por eso están tan informados para hablar de fútbol. Además del fútbol ser gratis, no tienen el otro gran problema: el periodismo deportivo. No existen programas con cuatro gordos gritando de fútbol. Esto da como resultado que sus opiniones sean más genuinas, menos contaminadas con la farandulería futbolística que tenemos acá.

El deporte es una de las claves de la Revolución. Y esto se ve en las calles. La Habana, como cualquier otra ciudad en Cuba, está llena de canchas de cemento que sirven para jugar al fútbol, al básquet o al handball, aunque éste sea menos frecuente. En las afueras de la ciudad también hay canchas de once. Hasta acá nada raro. El tema es que las canchas están abiertas todo el día todo el año. Hay alguien que las cuida, pero nadie puede cobrarte para jugar ahí. En Buenos Aires pagamos para ver y para jugar a la pelota. Allá ni una ni otra. En un bar había un muchacho que pedía a gritos la apertura al capitalismo, cuando le contamos los pormenores de nuestra sociedad, como pagar por ver los mismos partidos que ellos ven o por tener una hora para jugar al fútbol, pensó que lo estábamos jodiendo para convencerlo de que el socialismo era la mejor opción. Lamentablemente no, le dijimos, es así. No sé si logramos que entendiera que el capitalismo que les pintan es mucho más peligroso que la realidad en la que viven, pero por lo menos le dejamos ciertas dudas.

No vimos fútbol. No sabemos cómo son los relatores y comentaristas cubanos. No creo que sean mucho peores que acá o en cualquier otra parte del mundo. Pero lo que aprendimos es que hay un país donde el fútbol es un derecho. Para verlo y para jugarlo. Y no por eso los hospitales funcionan mal o hay menos escuelas. Todo lo contrario. El fútbol como los otros deportes, la salud, la educación, el transporte, la comida y el arte son un derecho del pueblo.

Texto publicado en Lástima a nadie, maestro

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