Por Victoria Nasisi.

Un cuento de La noche mas larga. Libro recientemente publicado por Grupo Editorial Sur.

Un día, Teresa sumergió dos bananas cortadas en rebanadas prolijas y certeras en la cacerola donde humeaba el guiso de lentejas. Ese da supe que comenzaba a dejarme.

Hacía un tiempo que notaba su dispersión. Pero la atribuía a su natural predisposición al despiste.

Mi esposa siempre había sido propensa a perderse en cualquier ciudad en la que estuviera, no había mapa ni GPS que lograra descifrar. Y sus frecuentes distracciones habían generado episodios difíciles de olvidar: un teléfono celular extraviado había terminado por aparecer en el fondo de la heladera, una bolsa agujereada que había ido perdiendo monótona y simétricamente tres kilos de papas durante dos  cuadras, un café sazonado con generosas cucharadas de sal y servido con orgullo al jefe de la oficina en la que pugnaba por obtener un ascenso.

Ni que hablar de aquellas cuestiones tan habituales que ya eran parte de nuestra rutina: los lavados de ropa blanca mezclada con alguna remera nueva, de un púrpura que contagiaba su tinte a la pureza de las demás prendas; un pedido al supermercado planificado con horario exacto de entrega y que luego no recibía porque había decidido hacer una escapada a la peluquería; la confusión constante entre los nombres de las noviecitas de nuestro único hijo, ese que aseguraba que si fuera por las peleas que ella generaba, no se casaría jamás.

Yo estaba entrenado, luego de tantos años de vivir juntos, para sortear esos escollos. Pero aquellas bananas lograron que mi ánimo, ese con el cual lograba amar cada uno de sus desatinos, cayera en un pozo de desesperanza.

Teresa comenzaba a dejarme.

No solo mezclaba frutas con chorizo colorado. También, y eso sí que dolía, comenzaba a buscar mi

nombre en su mente vaga y rastreaba en su autopista neuronal oxidada alguna imagen que la ayudara a unir mi rostro con algún recuerdo.

Así que, tarde tras tarde, cuando sus escapadas a quién sabe dónde comenzaron a aumentar en

frecuencia y en extensión, me dediqué a observar la vida a través de la ventana de la cocina.

Y esperaba su regreso, mate en mano y sonrisa en boca. A cuál más amargo y difícil de sostener.

En una de aquellas tardes en las que esperaba a Teresa y el inicio de la primavera, una espera que era casi la misma, las vi por primera vez.

Las dos nenas que vivían en la casa de la esquina se habían instalado en el terreno de enfrente. A jugar, como solo pueden hacerlo los niños.

Allí donde hacía un año se levantaba una casucha lastimosa solo había una reseca extensión de tierra. Con un pozo enorme en la parte posterior, donde alguna vez se había erigido una casa que el tiempo había demolido casi en su totalidad. Las manos callosas de unos obreros habían dado por terminada la destrucción aunque nadie apareció por allí, ni siquiera para tomar medidas o hacer un plano de lo que se construiría para reemplazar aquella casucha.

Así que solo quedaba el pozo, oculto tras unos pastizales que crecían a pesar del frío del invierno que ya terminaba, y una higuera que verano tras verano era saqueada por los chicos del barrio.

Pude ver cómo Juanita y Paula aprovechaban aquel hueco inútil en la tierra y armaban una casita. Varios  cajones de verduras hacían de mesa rústica, cuatro piedras de tamaño considerable fueron transformadas en sillas, un vaso de plástico era decorado, cada día, con flores silvestres o con rosas hurtadas del jardín de alguna vecina.

Tenían asistencia perfecta. Cada tarde de aquellas en las que me instalaba detrás de la ventana, disfrutaba de sus andanzas. Un día eran mamás ocupadas en cuidar a sus bebotes. Otro, eran veterinarias sabelotodo que sanaban a cualquier perro que se acercaba a husmear sus aventuras. Otro, colgaban de la higuera un pizarrón y enseñaban a un ejército de muñecas los secretos para separar en sílabas y los jeroglíficos de la suma y resta.

Al fin, ese terreno desvalido cumplía con el objetivo de cobijar a alguien que, a su vez, lo llenaba de risas.

La vida en casa comenzó a complicarse un poco más cuando empezaron a faltar cosas. En un primer momento lo atribuí a imprevistos cambios de lugar, distracciones infortunadas o ese desapego por lo material que la caracterizaba. Cualquier excusa me servía para continuar con mi negativa a ver lo que pasaba con mi mujer.

Primero eché de menos aquel mantel que usábamos en ocasiones especiales: rosado, cubierto de

jazmines bordados, tan bien bordados, que de solo verlos uno podía sentir su perfume. Días después, descubrí que nuestra docena de copas, aquella que habíamos heredado de la abuela y que cuidábamos con esmero, se había convertido en decena. A la semana siguiente no logré ubicar la colección completa de Robin Hood que había deleitado la niñez de nuestro hijo.

El misterio hizo carne en mí y me dediqué por completo a intentar hallar el rastro de aquellos objetos. Medité la posibilidad de algún ladronzuelo que hubiera aprovechado la puerta sin llave —otro accionar de Teresa que me preocupaba— pero la deseché dado el escaso valor de lo desaparecido. Sugerí a mi mujer, en mitad de alguna conversación cotidiana, que habría prestado o regalado lo que faltaba sin obtener respuesta satisfactoria.

Era tanta la intriga que dejé de observar a las chicas que continuaban con sus historias en la casita al otro lado de la calle.

Hasta que una tarde, agobiado de pensar, volví a mi ventana.

Y allí estaba Teresa. Sentada en una piedra—  silla, charlaba con las pequeñas mientras acunaba a

un bebote rozagante y simulaba servir un té delicioso a sus comensales. La tetera y las tazas, claro, eran aquellas que habíamos adquirido en nuestro único viaje a Europa y que yo aún no había detectado en falta.

Así que allí era donde Teresa se sentía feliz. La contemplé largo rato y me complació sobremanera constatar que mi amor hacia ella estaba intacto.

Al otro día organicé todo. Hablé con Juanita y Paula que aceptaron ser mis cómplices, felices de que un adulto les pidiera ayuda. Y pusimos manos a la obra.

Cuando Teresa llegó, a la hora del té, la esperé sentado en una piedra-silla.

Con el mantel de los jazmines que despedía fragancias desde el cajón-mesa.

Con la tetera repleta de té verde —su preferido— y los platitos recargados con masas rellenas de dulce de leche —su perdición—.

Con una de las niñas que la llevó de la mano hasta su lugar y la otra que nos leyó el primer capítulo de Mujercitas.

Y con un valsecito que bailoteaba desde la vieja radio con la que yo había decidido contribuir al confort de aquel hogar.

Teresa, claro está, debió hurgar en su cerebro para recordar mi nombre. Pero la amplitud de su sonrisa, el sonrojo de sus mejillas y el temblor de su mano sobre la mía me demostraron que no debió hacer esfuerzo alguno para alcanzar un recuerdo que me identificara.

Porque el amor estaba intacto.

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Victoria Nasisi

Victoria Nasisi

Victoria Nasisi ( Rojas, Provincia de Buenos Aires, 1974). Narradora, autora de los libros de cuentos Amores Locos (2014)Palabras que cortan (2015). Cofundadora del Grupo Gea, que organiza periódicamente charlas y talleres literarios.

Colaboradora con publicaciones literarias y periodísticas, como la revista de la Asociación Madres de Plaza de Mayo Ni un paso atrás.

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