Por Graciela Irma Climent.
A mi no me va a pasar. Este libro inicia con un relato folclórico en el que se cuenta la leyenda del Kuruf. De esta forma, vemos cómo a través de la mirada afilada y la ironía se narra la constante evasiva con la que se ha tratado a lo largo del tiempo el tema de los embarazos adolescentes.
En Ñupum, un pueblito aislado en un valle remoto, la vida transcurría apacible y serena. Al mediodía, la gente se recluía en sus casas, y después del almuerzo, se imponía una siesta que era sagrada, inexcusable y obligatoria incluso para los animales domésticos.
Las puertas y ventanas se cerraban garantizando el silencio y los ambientes se oscurecían para asegurar un buen descanso. Entonces se iniciaba un período de sosiego durante el cual la realidad se ponía entre paréntesis quedando suspendida en un limbo. Es así que los distintos hechos que acontecían se clasificaban en antes o después de la siesta. “Nos vemos antes de la siesta”, “Llovió después de la siesta”. Nunca pasaba nada durante esas horas. Ni siquiera a nadie se le ocurría nacer o morir durante la siesta.
La siesta era alabada porque, como aseguraban los expertos, permitía reponer las fuerzas necesarias para enfrentar el resto de la jornada laboral, renovar las energías vitales, aliviar las tensiones físicas, mejorar el rendimiento sexual, favorecer el aprendizaje, ayudar a la digestión, mantener la belleza y alargar la vida.
Si bien los especialistas recomendaban que la siesta no superara los treinta minutos, este consejo era omitido por los pobladores que se excedían ampliamente de ese tiempo. Se prolongaban por no menos de tres horas de acuerdo a las preferencias de los lugareños y era uno de los placeres cotidianos al que no estaban dispuestos a renunciar.
Los que más se resistían a esa imposición eran los niños y jóvenes que no entendían cuál era la necesidad imperiosa del descanso y del silencio forzado cuando para ellos era una hora maravillosa para ir a nadar o pescar al río, remontar un barrilete o charlar y reírse con los amigos y amigas. Como en muchas sociedades, esa prohibición cobraba más fuerza cuando se refería a las mujeres que vivían atemorizadas por las consecuencias que podía acarrearles si osaban violar la norma, consecuencias de las que nadie hablaba de forma abierta y clara. ¿Ser atacadas por seres maléficos o de otros mundos, ser sometidas a hechizos, desaparecer? La imaginación se desbordaba de posibilidades pero nadie se atrevía a ponerlas en palabras, ni para confirmarlas ni para desmentirlas.
Pero algunas jóvenes eran refractarias a los mandatos y se arriesgaban a liberarse del tedio de las siestas interminables. Por eso el ojo avizor de algún insomne, si es que había alguno, podría observar cómo una joven por aquí, otra por allá, se escabullía entre la arboleda, se encaminaba hacia el río, el bosque o la choza abandonada que estaba en la mitad del cerro. El ojo alerta también podría ver que antes o después, el mismo rumbo era seguido por los muchachos del pueblo.
Si se cruzaban con alguien trataban de ocultarse o hacían como que no se veían. Nadie delataba a un transgresor antisiesta. Ninguna de las jóvenes hacía mención de esas escapadas que mantenían en secreto no compartido siquiera con las amigas más íntimas.
Hasta que una de ellas empezaba a notar algunos cambios inexplicables en su cuerpo, malestares, vómitos, movimientos extraños en su vientre y se animaba a contárselo a la más cercana. Asustadas, intentaban encontrar una explicación y buscaban información de la forma más discreta posible. No era fácil encontrar respuestas ante preguntas tan difusas. Lo más frecuente era que terminaran recurriendo a Doña Narcisa, considerada como la hechicera, la adivina, la curandera, la partera o la sabia. La gente acudía a ella tanto ante un inminente alumbramiento, como para curar dolencias que ningún médico podía solucionar, para lograr que el ser amado volviera o para un consejo que requería sabiduría o astucia.
Luego de observar con suma atención a la atribulada joven y hacerle varias preguntas daba su diagnóstico: “Estás preñada”.
Eso es lo que le contestó a Zunilda que, con sus diecisiete años, sus ojos negros y su larga cabellera, era una de las más bellas del pueblo, y a la que todos los jóvenes pretendían.
—Pero, ¿cómo? —preguntó Zunilda azorada.
—A vos te agarró el Kuruf.
—¡Ay! Y ahora, ¿qué hago?
—Nada. Ya está hecho. Lo que hace el Kuruf es sagrado.
Y ahí fue la joven a enfrentar su destino, que era el mismo que el de cientos de chicas. Al tiempo, su vientre empezó a abultarse y los corrillos empezaron a circular: “A Zunilda la agarró el Kuruf ”. “Eso le pasa por desobediente, por haber salido a la hora de la siesta”. Y ahí se develaba una de las misteriosas consecuencias de transgredir el tabú: ser preñada por el Kuruf, que se materializaba en un joven fuerte y hermoso.
Sin embargo, esto no traía aparejado el temido castigo que se esperaba. Más bien, la joven era compadecida y hasta felicitada por traer un nuevo miembro a la comunidad. Nadie era identificado como culpable por algo que había ocurrido desde siempre y considerado como natural. La familia y el resto del pueblo colaboraban con el ajuar, los pañales, la cunita y todo lo que podría necesitar el bebé y, a su debido tiempo, celebraban el nacimiento.
Cuando se produjo el parto de Zunilda grande fue la sorpresa ante el alumbramiento de tres niños a los que llamaron Lautaro, Anaku y Nahuel. Nunca había sucedido algo así en Ñupum, era el comentario de todos ya sea bien o malintencionado. “Entonces Zunilda se escapó más de una vez a la hora de la siesta”, fue la deducción a las que llegaron luego de numerosos conciliábulos los hombres del consejo del pueblo. Y como no eran tontos se preguntaban con quién se escaparía y quién sería el Kuruf. Pero esta era una pregunta que ninguno formularía en voz alta, pues a nadie le convenía que se diera a conocer la respuesta. Aunque eso no evitaba que la intriga los desvelara incluso durante la hora de la siesta. Esos tres niños indicaban que se trataba de un Kuruf muy potente, un semental muy superior a los comunes. Esto despertaba la envidia de los que rivalizaban en el número de hijos varones que engendraban, signo de virilidad por excelencia.
A medida que los tres pequeños crecían eran observados detenidamente y con curiosidad esperando encontrarles parecidos con algunos de los pobladores. Ya había sucedido que otros hijos de Kuruf eran idénticos a alguien del pueblo. “Es que en el pueblo todos nos parecemos porque vivimos sobre el mismo suelo, bajo el mismo cielo”. Además, como muchos eran hijos de Kuruf, y al fin y al cabo eran hermanos o medio hermanos, resultaba lógico que se parecieran. Una vez que arribaban a esas conclusiones nadie cuestionaba la paternidad de los niños endilgados a Kuruf.
Zunilda se dedicó a la crianza de sus hijos que, obviamente, le insumía un tiempo considerable. Pero meses después empezó a añorar las siestas junto al río, bajo un árbol frondoso y acariciada por un suave viento que despertaba sus sentidos. Con el sigilo necesario volvió a frecuentar sus lugares predilectos y a sus encuentros con Kuruf, tan parecido a Nehuén, el joven al que ella amaba en silencio, con el intercambiaban largas y profundas miradas y apenas un tímido saludo cuando se veían en el pueblo.
Una tarde, cuando regresaba de uno de esos encuentros, divisó a Ailín, una joven un poco mayor que ella, que lejos de intentar evadirla la detuvo diciéndole en un susurro:
—Vení a verme mañana; tengo algo importante que decirte.
Zunilda, intrigada y preocupada a la vez, pasó la noche en vela. ¿Iría a delatarla? ¿La sometería a un chantaje? ¿Qué querría?
—Me di cuenta que a menudo vas al río a la hora de la siesta —empezó a decirle Ailín cuando se encontraron a la tarde siguiente—. Ya sabés que eso puede traerte consecuencias, ¿verdad?
—Sí —respondió Zunilda cada vez más preocupada y pensando en sus tres consecuencias. No podía permitir que volviera a ocurrirle.
—Te diré que eso no es inevitable.
—¿Cómo? —Zunilda ya se imaginaba que le diría que respetara la hora de la siesta.
—Hay varias formas para evitar quedar embarazada. Una de las más prácticas y eficaces es tomar unas pastillitas. A mí me las dio la doctora Rosalía después que nació mi hija. Preguntale a ella, muchas mujeres ya las toman.
Hacía cinco años que la doctora Rosalía había llegado al pueblo. Siempre había querido ser útil en una comunidad rural como Ñupum y después de recibirse y adquirir cierta experiencia en distintos hospitales de la ciudad decidió cumplir con su anhelo.
Su inserción no fue fácil. La gente no confiaba en ella. En primer lugar, porque era mujer; en segundo, por ser joven y, para colmo, soltera. Pero además, el obstáculo principal era que los pobladores gozaban de excelente salud gracias a las largas siestas.
Entonces Rosalía debía completar sus magros ingresos con lo que obtenía del cultivo de su huerta y de los tejidos que confeccionaba y luego vendía en la feria de Ñupum. Estas actividades le permitieron ir acercándose a las mujeres del pueblo y ganarse su confianza. Cada vez eran más las que la consultaban. Y a las que no querían tener hijos, les recomendaba diferentes anticonceptivos. Zunilda, esperanzada, decidió acudir a ella.
Con el tiempo se comprobó que en Ñupum ya no nacían hijos de Kuruf. El pueblo se debatía entre dos posibles causas del fenómeno: las chicas ya no se escapaban a la hora de la siesta o Kuruf había perdido su potencia y virilidad.
Pero ya eran muchas y muchos los que tenían otra versión y gozaban de las siestas junto al río, como Zunilda y Nehuén, sin temor a las consecuencias.

Graciela Irma Climent
Graciela lrma Climent (Buenos Aires, Argentina).
Socióloga, egresada de la Universidad de Buenos Aires y psicóloga social. Se ha desempeñado como investigadora en el Consejo Nacional de Investigaciones Cientí ficas y Técnicas (CONICET) en áreas como la salud de la comunidad, familia, género y adolescencia. Ha presentado numerosos trabajos en jornadas y congresos que han sido publicados en revistas científicas.Hace cuatro años se dedica a la escritura creativa y ha participado en talleres coordinados por Gonzalo Pérez y Virginia Janza.
Fue finalista y obtuvo premios en diversos concursos literarios. Sus cuentos están publicados en varias antologías.
A mí no me va a pasar (GES-Grupo Editorial Sur) es su primer libro.