Por Roberto Liñares.

La discusión sobre el tamaño y sobre la importancia del mismo, en el espacio y en el tiempo, además de lindante con lo eterno, me llevaría a un esfuerzo que excede largamente mi caudal cerebral, que es limitado y finito, casi diría yo, angosto.
Las distintas cuestiones que enfrentaron en su momento a dos personalidades del mundo literario, como Lugones y Borges, también correría la misma suerte. Sin embargo ambas, y sobre todo esta última, creo poder sintetizarlas en hechos que ocurrieron en la tan lejana década del 20 del pasado siglo 20, problemático y febril, como ya se sabe.

El 14 de agosto de 1920, Don Leopoldo Lugones, a pedido del Centro de Estudiantes de Ingeniería en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, da una conferencia, que titula “El tamaño del espacio”. Se tiene acceso a esa disertación gracias a que al año siguiente (1), se edita en forma de un pequeño libro: “El tamaño del espacio (Ensayo de psicología matemática)», tal era el subtítulo. El librito estaba dedicado “Al Ingeniero Don Jorge Duclout”, el cual es posible que le haya dado datos precisos y necesarios para hablar, ya que el contenido es, vestido con el abigarrado ropaje modernista propio de Don Leopoldo, claramente científico.

Comienza así: “La contemplación de la bóveda celeste sugiere a cualquier inteligencia medianamente generalizadora, la idea del mundo en suspensión dentro de dicho cóncavo. Durante las épocas de grosera barbarie como la alta Edad Media cuya documentación es preciosa al respecto, la tal bóveda asienta sobre la superficie terráquea del propio modo que una campana de cristal; y cuando la experiencia suministrada por los viajes, primero terrestres, luego de circunnavegación, enseña a la vez lo ilusorio de aquel fenómeno y la autonomía de la tierra como esfera flotante, la bóveda que decíamos transfórmase a su vez en una esfera cristalina hueca que contiene al mundo concéntrico, tal cual la clara de un huevo a la yema. La experiencia cosmográfica revela después que todos los astros están contenidos a diferentes alturas en la supuesta bóveda, lo cual obliga a imaginar nuevas esferas concéntricas. Descúbrese, por último, que no hay tales esferas ni tal bóveda; que la amplificación y la multiplicidad de éstas últimas son ilusiones como el propio aspecto cóncavo del cielo, y que el espacio continente del universo es un abismo.”

‘El doctor Einstein ha sorprendido nuevamente al mundo científico lanzando la afirmación que el universo es finito y aún que puede calcularse su tamaño…’

Y sigue parecido, con innumerables citas de investigadores. Por ejemplo: “…el Dr. Elías de Cyon ha comprobado, mediante experiencias con las palomas, las lampreas y los ratoncillos bailarines de Japón, que la noción de las tres dimensiones espaciales en los vertebrados, proviene de una especie de sentido de orientación, residente en los canales semicirculares del oído (L’Oreille organe d’orientation dans le temp es dans l’espace. 1911).”

Pero lo más interesante es las variadas menciones al conocido Albert Einstein, con el cual había compartido foros culturales internacionales y del cual se había convertido en ferviente difusor en sus teorías, hecho que compartía con Jorge Duclout, a quien le dedica la conferencia de marras.

En el epílogo de esta ambiciosa obra se lee: “…Lista ya la presente tirada, llega de Berlín el siguiente despacho telegráfico que publica La Nación del 30 de enero del corriente año 1921, en su número 17722, tercera página, primera columna: ‘Berlín, 29 (Associated). El doctor Einstein ha sorprendido nuevamente al mundo científico lanzando la afirmación que el universo es finito y aún que puede calcularse su tamaño…’”. Esto del tamaño, obsesiona a veces…

Resumidamente, toda la conferencia reboza de positivismo, cientificismo, confianza en el progreso intelectual lineal y ascendente del hombre. Todas ideas bien amuebladas y lustradas con la pomada brillante del siglo quena cía. Con el condimento de cataratas de datos eruditos sazonados tre bian.

Es delicioso advertir cómo tenía a Einstein como el Mesías de la Diosa Razón y apoyaba su naciente teoría de la relatividad.

Eso quizás explique la divina encarnación de Lugones en la teoría de la relatividad. Lugones fue, en su propio cuerpo, relativamente anarquista, relativamente socialista, relativamente liberal, relativamente nacionalista hasta que, un poquito menos relativamente, escuchó en el tiempo y en el espacio la hora de la espada, no muy científica por cierto, y creyó relativamente en el General Uriburu y otros satélites de la bóveda celeste, lo cual no le impidió desengañarse y clavarse un escabio venenoso en el Recreo El Tropezón del Tigre e ir a visitar otras bóvedas, menos celestes por cierto. Un tropezón lo tiene cualquiera. También Lugones.

Jorge Luis Borges opina que el tamaño de la crisis que lo llevó a tomar tamaña decisión fue el amor furtivo con una joven, al margen de su casamiento, cosa que no gustó a su augusto hijo, Leopoldito Lugones, Jefe de Policía de Uriburu y celoso custodio de la moralidad matrimonial, en especial de la moralidad de su señor padre. En fin…

¿Y a todo esto Borges? Borges, que sublimaba su erotismo más eficazmente que Lugones, formaba parte de una juguetona generación que, como corresponde, debía estar a la moda, derribando a la generación anterior, que era representada, al menos literariamente, por Don Leopoldo Lugones, que en paz no descansaba por ese entonces, en la doradísima década de 1920 que estamos tratando.

Al “El tamaño del espacio” lugoniano, Borges contrapuso en 1926 su libro “El tamaño de mi esperanza”.

Es sabido que, en especial el Borges de esas épocas, combatió fuertemente al maestro Leopoldo. Con los años, contagiado de una extraña relatividad, relativizó ese enfrentamiento. Georgie, nuestro ingles más preclaro, tuvo lo suyo of course.

Y lo combatió precisamente en esto del tamaño. Al “El tamaño del espacio” lugoniano, contrapuso, en 1926 su libro “El tamaño de mi esperanza”, una colección de pequeños ensayos de crítica literaria, lingüística, sociológica, etc.

En uno de ellos, que da título al libro, comienza con un tirito al maestro, diciendo: “…Aún me queda el cuarto de siglo que va del novecientos al novecientos veinticinco y juzgo sinceramente que no deben faltar allí los tres nombres de Evaristo Carriego, de Macedonio Fernández y de Ricardo Güiraldes. Otros nombres dice la fama, pero yo no le creo. Groussac, Lugones, Ingenieros, Enrique Banchs son gente de una época, no de una estirpe. Hacen bien lo que otros hicieron ya y ese criterio escolar de bien o mal hecho es una pura tecniquería que no debe atarearnos aquí donde rastreamos lo elemental, lo genésico.”

Pero en otro de los ensayos contenidos en el libro, llamado “Leopoldo Lugones, Romancero”, entre otros duros conceptos, le espeta este comentario: “Muy casi nadie, muy frangollón, muy ripioso, se nos evidencia don Leopoldo Lugones en este libro, pero eso último es lo de menos. Que el verso esté bien o mal hecho, ¿qué importa? Los mejores sonetos castellanos que me han desvelado el fervor, los que mis labios han llevado en la soledá (el de Enrique Banchs al espejo, el retorno fugaz de Juan Ramón Jiménez y ese dolorosísimo de Lope, sobre Jesucristo que se pasa las noches del invierno esperándolo en vano) también sufren los ripios. Los parnasianos (malos carpinteadores y joyeros, metidos a poetas) hablan de sonetos perfectos, pero yo no los he visto en ningún lugar. Además ¿qué es eso de perfección? Un redondel es forma perfecta y al ratito de mirarlo, ya nos aburre. Puede aseverarse también que con el sistema de Lugones son fatales los ripios…”

El Lugones obsesivo buscador de lo perfecto, el conferencista de la suprema arquitectura del universo cósmico, es aquí duramente tratado. Al Tamaño en su pretendida perfecta presencia física, Borges antepone el tamaño impreciso y metafísico de la esperanza de su viaje cultural. En el final de esta obra, el joven Borges escribía, a manera de posdata: «Confieso que este sedicente libro es una de citas: haraganerías del pensamientos; de metáforas; mentideros de la emoción; de incredulidades; haraganerías de la esperanza.»

Para Borges, ciencia, filosofía, teología y toda la realidad posible y circundante, eran meros pretextos para ejercer su literatura fantástica y darse la biaba para su placer momentáneo, fugaz y eterno. Lugones entronizó lo contante, sonante y apolíneo. Pero se fue a apoliyar temprano. ¿Tendrá que ver con el tamaño del tiempo?

Borges opina que el tamaño de la crisis que lo llevó a tomar tamaña decisión fue el amor furtivo con una joven, al margen de su casamiento,

“El tamaño…” borgeano fue repudiado por su autor y rescatado por su viuda, María Kodama, nuestra Yoko Ono. Borges no incluyó este libro en sus obras completas. Después de su muerte, Kodama autorizó su edición. Seguramente, Jorge Luis Borges, se quería olvidar de su Lugonofobia y su criollismo juvenil (escribir “soledá” por “soledad”), aquel que acompañara el prólogo de la primera edición del libro de poemas gauchescos y militantes llamado “Paso de Los Libres” de Arturo Jauretche.

Para finalizar, y no agrandar el tamaño de esta nota, sólo diré que no queda más que reflexionar… Un tiempo, un espacio, dos hombres, dos tamaños, el espacio, la esperanza.

¿Con qué regla mediremos nuestro tamaño, aquel que se encuentra oculto? ¿Seremos capaces de asumirlo y mostrarlo?

Gracias Lugones, gracias Borges, por haberlo hecho.

 

(1) Es decir 1921. Esta cita la creé porque tengo complejo de que esta nota no sea “erudita”. Y creo que para ser erudita debe contener una cita. Ahora que la leyeron, pueden obviarla y contiuar. Los saludo muy atentamente

Roberto Liñares

Roberto Liñares

Colaborador

(1955, Buenos Aires) Poeta. Sus obras han sido publicadas en distintas revistas, y formado parte de numerosas antologías. Ha recibido varios premios (Biblioteca Belisario Roldán, Departamento de Extensión Universitaria de la Facultad de Derecho, Club Banco Provincia, Central de los Trabajadores Argentinos, Secretaría de Cultura de la Asociación Bancaria, etc.). Participa en distintos recitales y “performances”.

Share This