Por Eduardo Rubinschik.

Maruki era tan especial acaso por su relación con la lengua, ya desde el nombre, porque para uno, que lo frecuentaba por épocas, era natural nombrarlo: aparecían sus bigotes, por ejemplo, y su voz nasal, pero para los otros no, generaba intriga:

¿Maruki? ¿Quién es? ¿Qué es?

Para los que empezamos a verlo, a escucharlo, a leerle lo nuestro, era una especie de hallazgo secreto, como haber ido a ver a Luca antes de que explotara en fama, pero era algo mucho más sotanesco, si era pura escritura, puro verso, y al final no podría nunca dejar de ser secreto.

Jamás supe si esa lengua torcida de su nombre y extendida a su mundo venía de la media lengua infantil deformando Martucci o qué, pero sí que al principio vino acompañado de su amigo Cortez, el Beto. Entre los dos no hacían uno, porque para mí hacían miles, me iba de las reuniones de taller con la cabeza envuelta en faso y en neblina,

en lingüística y delirio, risa y seriedad y me daba vueltas el nudo de los diecinueve que llevaba encima como a un muerto, matando lo que había creído, testigo de un hacer nuevo o más bien de un leer nuevo todo, y la pequeñez de sentirse nada y nada.

El Maru era un tipo multiforme, muy abierto y muy cerrado, como sus poemas,  aquellos de Peste bufónica, que tenían algo del I Ching, porque eran inabordables y al rato (o al rato largo, luego de que bajara la marea de la estupefacción) empezaban a sugerir cierta transparencia de acceso, como amenaza que a veces se cumplía y a veces no,

y eran tan únicos que hoy, a treinta y pico de años de haberlos leído, siguen siendo así de propios y locos singulares como en ese entonces, y creo que acarician el estatuto de clásico, quizás en el sentido en que Laura Klein haya escrito su Lo clásico: deforme, de no sé qué poema

leído a sugerencia del Maru justamente, y que me quedó siempre como gran definición, junto con su emoción al contar que a Trejo le habían gustado tanto.

El Maru era un nudo mismo, siempre me dejaba con la boca abierta hasta que en algún momento los caminos se nos abrieron, me leyó una vez unos poemas que no permití que me gustasen porque me angustiaron pero le devolví la angustia en espejo estilo pelotazo, eso nos escanció, luego se fue a Europa, su derrotero lo trajo de nuevo y reapareció  leyendo mi primera novela por teléfono con mucha generosidad y mucho amor y un tizne de orgullo porque creo que sintió que en mi viaje con la lengua él había tenido algo que ver.

Tiempo después volvimos a reencontrarnos, esta vez ya había un camino más estrecho por delante, y lo encontré menos panc, pero no más rebajado,  y tuvimos largas caminatas, charlas donde sentí que apostaba su gallardía y todo su túnel a la apuesta que la muerte hacía con él, volvió a leerme con generosidad, con mucha buena leche, y lo empecé a sentir muy cerca de nuevo y a perderle un poco aquel miedo antiguo que supe tenerle por su forma insólita de navegar su mundo, el mundo en general, y el mío también, y si bien su fuga fue distante porque yo estaba unas semanas viviendo lejos, a la tristeza que hoy perdura se le suman trazas de exquisitez por haberlo conocido y por haberlo despedido en su iluminación.

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