Por Roberto Liñares.
Cuando uno tiene una duda, es mejor actuar por descartes. Fui descartando metódicamente, el escribir sobre la Odisea y su relación con Heródoto y el mito como saber revelativo y el giro ético en el socratismo. Fui descartando además, el tema sobre las leyendas romanas y la influencia de la cultura griega. Paula y Tina mente fui desechando al abordaje del tema de la música criolla y su relación con la ibérica y la interconexión del contenido filosófico existencial de la poesía de Machado y la llamada generación del 98. Me decidí por la historia argentina.
Estaba considerando escribir sobre la aceptación de José de San Martín en la sociedad porteña de su época, cuando pasé por la puerta de la carnicería que tiene mi otro yo, llamado Roberto (omitiré el apellido). Lo encontré riendo y cantando nerviosamente: “Somos tan diferentes todos entre sí,que cualquier sedante con todos me va a rendir.¡A beber el vino de la prosperidad!Para seeeeer un hombre maaaaás.”.
¿Qué te pasa, querido carnasa de mis entrañas? Te noto excitado…
Y que queré…! No entra nadie ni a preguntar dónde para el 63. Y encima hoy vinieron todos…
¿Quiénes son… “todos”? Acá no veo a nadie.
Como si no me hubiera escuchado siguió: Encima hoy vinieron todos a joder. Los tengo en la piecita del fondo. Morfaron y se escabiaron todo de garrón. Y ahora están al huevo, armando despelote. ¿No sentís?
No esperó mi respuesta. Soltó la chaila y me dijo con voz nasal y cansada:
Vení… Con una mano aleteó y con la otra sacudió violentamente la cortina de flecos plásticos. No llegué a atravesarla y ya estaba haciendo crujir la vieja puerta intermedia. Sumido en una atmósfera de humedad olorosa en carne y hueso, llegué al fondo cuando desentornaba la puerta de la piecita.
Roberto se plantó como un presentador de la tele: A esto me refería, y no te hagas el dolobu que los conoces a todos…
Sí… los conocía a todos, pero no podía creer que estuvieran ahí (ni en ningún lado). Comencé a sentir que la piecita se ensanchaba hasta ser la Capilla Sixtina y se acortaba hasta ser la habitación de una noche en Casablanca, donde vi a los hermanos Marxistas.
Sin mediar nada, Roberto, el ilustre presentador cárnico, gritó: ¡Bancátelos vos un rato, yo tengo que seguir laburando!, al tiempo que cerraba la puerta y me dejaba con ellos.
Sólo atine a comenzar una larga observación, con la boca abierta y fulminado por la sorpresa. El primero que atrajo mi atención fue Sócrates que mesando sus barbas frente a una máquina de escribir gritó:
Por fin estoy escribiendo el libro que ya se leyó. Silencio, por favor…
Advertí que su grito estaba especialmente dirigido a Antonio Machado y a Atahualpa Yupanqui, los cuales, en medio del maremágnum, mantenían un tenso dialogo. Antonio que se quejaba amargamente: Que no, joder. Que no voy a engrasar los ejes de mi carreta, oísteis. Puñetera suerte la mía… Y Don Ata que le replicaba: Sosiegue gallego, ya va a ver que se hace camino al andar.
No podía creerlo. Alzo los ojos al raso cielo y recién percibo a un hombre que en su pecho tenía un cartel que decía “Damocles”, subido a una escalera, trenzando y destrenzando un pelito del que pendía una espada que por la ley de gravedad orientaba su punta hacia la cabeza de una mujer cuyo nombre supe por el grito del trenzador: ¡Cuidado Penélope, isa, de keruza! Ella contestó: Tranqui, me sobra paciencia…
Siguió aumentando la monja enjaulada, que es como decir la sorpresa. Una multitud de Granaderos a Caballo, como en torno a un reñidero de gallos aullaba: Aguante correntino, hijo de india tenía que ser…
Me abrí paso entre ellos, derribando algún sombrero y en el centro los encontré. Eran inconfundibles: Don Bernardino, primer presidente historiográfico de la Nación y Don José de San Martín, el único que se podía asimilar, al menos metafóricamente, a un gallo.
Don José increpaba fuertemente a Berni:
Avieso hombrecillo del comercio, así que queriendo resucitar para llevarse el crédito del retorno de mis restos. Reconozco que tenéis el talento de soplar a más de un vivo tonto lo que te conviene, pero esto ya es demasiado. Desenvaino y despediros de este mundo.
Rivadavia, a esta altura (11000 barrio de Liniers) se había acurrucado y llorando imploraba perdón. Pero fue atinada la intervención de un Granadero.
Perdone General, pero los muertos no podemos matar muertos. Si quiere podemos cantar la Marchita en desagravio…
Replicó el General: Usted es muy generoso soldado. Pensar que este enano portuario aprovechó mi exilio para disolverlos. En fin… Y prosiguió entre agobiado y satisfecho. Está bien, cantemos la marchita…
Confieso que fue demasiado para mí. Me parece estarla escuchando aún en este momento, pero como la escuché ese día. Los granaderos haciendo la “ese” de San Martín con los dedos de las manos, los habitantes de la piecita dejando su pullas y sumándose al coro. Yupanqui haciendo el compás con su viola, Machado batiendo palma y meta jaleo: Esa Joselillo y cosas por el estilo. Damocles y Penélope cantaban la marcha como los mejores y en algún silencio se daban volcánicos besos de lengua que hubieran atraído a Odiseo, y Sócrates danto la nota cuando se cantaba aquello de: “…y el clarín estridente sonó” aprovechaba para partir en dos un diario de mayor circulación a nivel nacional que tenía entre sus manos.
Era maravillosa la interpretación marcial. Parecía que la pieza iba a explotar. Reflexionaba sobre el hecho de que la Marcha de San Lorenzo (campeón) no había sido compuesta por ninguno de los cantantes, cuando la voz de Roberto el desventurado carnasa, desgañitándose desde el despacho de carne me suplicaba desesperado:
Hacelos callar, deciles que se vayan por favor. No los soporto. Se escucha mucho. Quién me va a creer…
Sí, si… le respondí mecánicamente. Pero no sabía cómo hacerlo… Hasta que la luz que venía de arriba, de una bombita de 45 que colgaba pelada y sin pantalla, me iluminó de repente. Debía invocar fuerzas espirituosas.
Y cerrando los ojos y con voz tronante, pronuncié la invocación:
¡No es nesario…! ¡Por Dios Bernardo! Invoco a los cuetes para que se los lleven y se remonten a la estratósfera, y desde ahí elijan el lugar donde quieran ir, de tal forma que en una hora y media estos espíritus puedan estar en Japón, Corea o en cualquier parte del mundo y puedan allí a pasear en barco, tomar mate, bañarse o pescar. Riachuelo ven.»
Abrí los ojos. Sólo quedó en la pieza el silencio y una humedad sin sobras propias de un desorden.
Inconsciente retorné hasta el frente de tan noble establecimiento. Apoyé exhausto mis manos, sobre el mármol graso y sanguinolento. Recién en ese instante capté la atención de Roberto que abandonando un feteado para milanga, me susurra ahora:
Viste… Todos los días parecido. Con todo respeto, no los aguanto. Ojalá no vuelvan más…
Calmo, dije: Tenés razón. Pero no van a volver más. Hice una invocación a Sanatas… Me voy, quedé muy debilitado. Ah… Aprovecho, dame un kilo de asado, uno de achuras, dos docenas de chorizos y dos roscas de morcilla.
Roberto sólo pudo murmurar, entre espasmos y tomándose el pecho: No invoques al pasado, puede ser terrible… y cayó, desapareciendo del mostrador. Se está reponiendo en un afamado instituto cardiológico. No hagamos sensacionalismo. Era de fiado.
A ustedes sólo me resta pedirles disculpas por no haber escrito un artículo a la altura de tan prestigiosa revista cultural, y como ustedes se lo merecen todas las veces y todas las reses.
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Roberto Liñares
Colaborador
(1955, Buenos Aires) Poeta. Sus obras han sido publicadas en distintas revistas, y formado parte de numerosas antologías. Ha recibido varios premios (Biblioteca Belisario Roldán, Departamento de Extensión Universitaria de la Facultad de Derecho, Club Banco Provincia, Central de los Trabajadores Argentinos, Secretaría de Cultura de la Asociación Bancaria, etc.). Participa en distintos recitales y “performances”.
Genial. Seguramente no lo van a entender todos todo. Hay que saber bastante de historia y de filosofía.