Por Cristian De Nápoli
Se abre un panorama bastante parecido al 2004 que marcó el auge de las editoriales independientes. No tanto porque la economía está en picada, sino más bien porque el humor social está en alza aun en el contexto de una economía golpeada.
1.
Suena lindo, atrevido, byroniano esto de ser independiente. ¿Quién no querría una etiqueta así, un adjetivo que defina con tanta calidad después del pase normal del sustantivo, de cualquier sustantivo (editor, escritor, cirujano, frutero)? Ecos de lucha en la palabra: próceres a cielo abierto, pueblos que devienen países. Sin embargo uno se pone a mirar el mundo de los libros –de las editoriales, de los escritores– y en realidad es al revés que con los países. Acá, por lo común, cada proyecto nace libre. Hay editoriales independientes porque no hay editoriales independentistas. Sus desafíos son por mantenerse tal cual son, y los cambios de estatuto sólo pueden ser distópicos (acabar padeciendo o celebrando el Día de la Dependencia). La independencia en este terreno nunca es Lo Obtenido: será, para hablar con títulos, “Lo Fatal”, como ese hermoso poema de Rubén Darío, o será “Lo Inacabable”, como se llama esa otra joya de Alfonsina Storni, o será “Lo Dado”, si bajamos un poquito a Fogwill. O será en última instancia como ese poema de Borges que se llama “Lo Perdido”:
¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
La pura noche de la edición independiente fue una noche espléndida de primavera en la terraza de un PH, quizás en 2004. Ahí, entre cascos de cerveza, se alzó armado de un proyecto alguien que al otro día empezó a ser editor. Para declararse independiente, el o la joven sólo tuvo que ser, como esa magnífica construcción adjetival del castellano, un pagado de sí. No tuvo que arrebatarle el trono a nadie, ni tuvo que pelearse con la familia (todo lo contrario, tuvo que dar un paso asertivo hacia alguna familia, como pudo ser la FLIA, la Feria del Libro Independiente). Todo fue una maravilla antihegeliana y antifreudiana de suave deslizamiento propositivo sin conflictos de fondo, sólo conflictos por delante (juntar plata, básicamente para ir a imprenta). Nada más que amor o locura: hacer lo que nos gusta, la cosa en la que creemos, sin mirar cuánto rinde en el mercado o cuánto valor tiene para el Estado.
Y enseguida, esto es lo curioso, vino la paradoja decisiva. La editorial pudo sostenerse independiente porque no pudo sostenerse sola. Hubo charlas con empanadas en otros PHs, de otros editores, y hubo planes de acción conjunta en ferias. Hubo tips de producción, de impresión, de maquetación y hasta de difusión en radios y revistas. Hubo transustentación, y el independiente que no escuchó o no pasó un tip terminó perdido como el poema de Borges, añorando aquella pura noche.
2.
Y es que en realidad el independiente es el que depende de muchos. Es el que siempre necesita el tip de otro editor. Las editoriales no son comunidades, pero la edición independiente es comunitaria. Dice Bakunin que las aldeas rusas del siglo XIX tenían autogobierno, autoproducción y autonomía en el manejo de los recursos, y que por todo esto lograban ser autogestivas. A primera vista, las editoriales independientes fracasan punto por punto en todas esas necesidades. La autonomía en el manejo de recursos no las caracteriza (porque no distingue a un sello ínfimo de un megagrupo), lo mismo el autogobierno; ya la autoproducción, si se quiere, las define por contraste: las independientes tienden a ser las más desposeídas de toda la maquinaria que hace falta para editar y libros. Por eso, y como propone Timothy Morton en su libro Humanidad, acá sólo se puede filosofar por montones. La independencia editorial será algo así como el resultado de la solidaridad entre especies. Lo vemos por ejemplo en el armado de ferias, festivales y puntos de venta más o menos ambulantes donde el sello que organiza el evento invita y necesita la presencia de los demás. Y es cierto que las editoriales medianas también se agrupan, pero para acontecimientos puntuales (grandes ferias, grandes viajes), y lo hacen cerrando filas y velando por sus bordes. Y también las editoriales grandes se agrupan, pero de otro modo: se fusionan en grupos comerciales, se compran unas a otras. Las editoriales autogestivas no son, como a veces se dice, independientes del mercado, pero sí independientes y hasta hostiles a esa normativa implícita del mercado que dictamina contornos precisos y estrategias claras para promover una marca (o una asociación de marcas) y repeler cualquier otra.
La autogestión no es una forma de hacer; es una forma de querer. Eso aunque el objetivo de un editor a veces pueda ser mezquino, es decir, eso aunque exista, en el fondo, otra forma de querer (que tendrá que esperar su momento para salir a superficie). Si algo está claro es que no hay mucho rédito en la etiqueta: nadie te abre la puerta por ser independiente, aunque quizás te pongan una alfombra, para que no ensucies el piso. De movida, para que la autogestión sea auténtica, las editoriales tienen que tramar sus redes de manera abierta, sin negarle el acceso a ningún sello. El trasvasije no es sólo para salir a la calle; también para entrar a imprenta, para armar catálogo, etc., y eso incluye todo tipo de consejos o recomendaciones. Cerrar la frontera lleva inevitablemente a la grandilocuencia, la vanidad y otras formas caretas de adjetivación: las editoriales más “osadas”, las de “vanguardia”, las de “renombre”.
Para que la hermandad sea siempre heterogénea; para que los consejos y recomendaciones sean siempre eso y no una descuidada ortodoxia (donde todas las editoriales autogestivas editan lo mismo en la misma imprenta con el mismo papel, etc.); para que la librodiversidad –además de la bibliodiversidad– esté siempre garantizada y no haya lugar a equívocos corporativistas, una figura importantísima dentro de la red es la del ermitaño. Distinto del misántropo (que está afuera y ante la red se comporta como un ironista), el ermitaño es el que experimenta formas y vías de edición que puedan ampliar la ecúmene de los libros. Es como la raicilla más distanciada, y a veces la más disparatada, dentro del rizoma donde, cada una a su modo, todas las raicillas son también únicas. En cada momento hay un sello ocupando esa posición ermitaña: en los ’90 pudo haber sido Siesta –cuya editora Marina Mariasch encontró una vuelta en el formato mínimo (8 x 8 cms) pero ya no para la típica plaqueta engrampada sino para ediciones con lomo, costura y varias decenas de páginas–; en los 2000 fueron Eloísa Cartonera –con su solución al problema de lo caro que es imprimir tapas– y la editorial “colectiva” El Asunto de Pablo Strucchi. Más cerca de hoy esa posición la ocupó, me parece, Barba de Abejas, la editorial artesanal de Eric Schierloh.
3.
Hoy, fines de 2019, se abre un panorama bastante parecido al 2004 que marcó el auge de las editoriales independientes. No tanto porque la economía está en picada, sino más bien porque el humor social está en alza aun en el contexto de una economía golpeada, es de prever que vuelvan las ediciones baratas y las ferias sin fronteras, relativamente anárquicas en su construcción. Se impone para los próximos tiempos una revisión profunda. ¿Quién va a ser el editor ermitaño en el albertismo? ¿Quiénes van a reconfigurar los modos y la circulación de los libros? Yo en los milennials ya no creo -salvo en una milennial que la amo- pero pienso que los más jóvenes, los de veinte, van a necesitar ir a una feria y llevarse cinco o seis libros, cosa que hace tiempo no pasa. Porque la FED es muy linda pero es para viejos, lo sabemos. Durante el macrismo hubo un aburguesamiento de la edición que funcionó bien para cierto público etario y social. Los editores de novelas y poemarios que en últimos años apostaron a la producción de tiradas canutas, de 50 o 100 ejemplares por título con un precio de venta actual de 500 pesos al público (para libros industriales de 60 páginas), esos van a morir. Creo que van a tener que volver a editar por amor, esto es, en tiradas más grandes (apostando de verdad por los autores) que permitan bajar el PVP. Si quieren que siga existiendo el under de la edición física, van a tener que generar las condiciones para que los lectores –sobre todo los jóvenes– vayan a una feria y se lleven cinco libros.
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