Por Miguel Gaya.
Toda novela tiene su propio relato, el relato de cómo se hizo. A veces, la reseña de la escritura es tan apasionante como la novela misma.
Novelas escritas de pie, con hambre, de noche, en un rollo de papel interminable para no interrumpir el tipeo, al borde de la muerte, o antes de zambullirse de grado o por fuerza en ella. Hay otras novelas cuyo relato de lo que han hecho en el mundo sigue maravillando, porque agregaron al mundo categorías inexistentes, o lo poblaron con personajes que de ahí en más calificaron a las personas, o porque se apoderaron de la siquis de los lectores y cambiaron el modo en que visten, aman o viven. Y otras cuyo tránsito a la luz ha sido tan enrevesado o rocambolesco como las historias que cuentan. Novelas que se han salvado de las llamas por amigos más fieles a la literatura que a la amistad, novelas rechazadas por miopía inverosímil de los mejores editores, novelas condenadas por la censura, que se abren paso en copias manuscritas o memorizadas a fuerza de coraje.
Mi novela, si algún lugar tiene, podría ser el de la novela más rechazada por el jurado del Premio Novela de Clarín. Tres distintos y prestigiosos jurados, en 2012 (Santiago Roncagliolo, Juan Cruz y Claudia Piñeiro), en 2015 (Sergio Ramírez, Leonardo Padura y Sylvia Iparraguirre) y 2019 (Jorge Volpi, Jorge Fernández Díaz y Liliana Heker), no la premiaron pese a la predilección reiterada del prejurado por ella. Vaya en primer lugar mi reconocimiento eterno al desconocido prejurado de selección. Su tozudez en rescatarme del magma de postulantes, y ponerme entre los diez finalistas, ayudó a que, en cada caso, en cada noche, yo haya podido volver más o menos entero a casa, sin arrojarme de cabeza en el Riachuelo, o debajo de las ruedas de algún colectivo por Leandro Alem.
Diré que llegué a la primera nominación con mucho entusiasmo y más ingenuidad. No es que estuviera seguro de ganar, sino de haber recibido una distinción, y un billete para publicar si no ganaba. No fue lo uno ni lo otro. Esa noche recuerdo que, de una manera llana y generosa, Claudia Piñeiro me ofreció su apoyo para que lograra publicarla, y que no dudara en invocar su nombre para ello, y hasta una breve reseña firmada para lograrlo. No conozco caso de tal generosidad en el mundo literario argentino, y dudo que lo haya sido conmigo solamente.
Roncagliolo se sumó para elogiar la novela, brindándome un tiempo que otros le reclamaban. En particular, resaltó su final por divertido y fuera del registro habitual del realismo. Cinco minutos más tarde, Juan Cruz elogiaba la novela en su conjunto, pero me aconsejaba de muy buena leche revisar ese final tan disruptivo.
Como dije, no pude o no supe dar con una editorial dispuesta, por más que quise. Con los años, se la di a leer a mi querido Leopoldo Brizuela, quien me dijo que había escrito la novela como un poeta, y la presentaba como un abogado. “Lo primero es un elogio”, agregó. Y que le soltara el pelo. Así lo hice, y la novela ganó en respiración y ritmo. Envalentonado, probé en 2015, donde fracasé otra vez con todo éxito. Favorito del jurado, al decir de Sergio Ramírez, pero con la misma puerta en las narices.
Al 2019 llegué con menos entusiasmo y menos ingenuidad, y no me saqué ni una foto con el jurado. Acudí con escepticismo y me fui a la inglesa. Más luego me encontré con otro entusiasta de mis amadas hormigas. Ture Salvador me había prometido que, si el jurado volvía a fallar y darme la espalda, él me daría la derecha.
Para cuando volvimos a hablar, la peor crisis de la industria editorial comenzaba a cebarse en las pequeñas y medianas editoriales. Mantuvo su promesa: para la Feria del Libro del 2020 venderíamos juntos la novela en el stand del Grupo Editorial Sur. No le creí, pero debí creerle. En marzo, se sumó la pandemia y el enclaustramiento universal, y no hubo edición, ni venta ni Feria. Ni las hormigas, tan nómades ellas, se salvaron. Pero empecé a creerle a Ture y al G.E.S.
Llega agosto y llegan las hormigas. Ojalá encuentren al fin sus lectores, ojalá disfruten los lectores de su invasión.
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