Por Gabriel Rodriguez.

«Soy realmente yo, pero soy yo vuelto loco»    Vincent Van Gogh.

El 29 de julio de 1890 muere el pintor Vincent Van Gogh. No importa si fue víctima, o mártir, o, si como exclaman algunos de sus investigadores, un fracaso ambulante (sus cuadros no recibieron grandes elogios estando él en vida). Lo que vale, indiferente a cualquier otro juzgamiento, es lo que fue capaz de hacer como artista.

Yo soy Gauguin, el que pintó a Van Gogh el loco. El vuelto loco. El hombre péndulo que terminó por no volver de uno de sus extremos, que no eligió entre opciones oprobiosas y magnas, porque el ser humano no escoge (aunque ame jurar que lo hace).

Mi amigo Vincent. Una oscilación fue su huella humana, y una certeza su arte hastiado por la incontenible búsqueda de la evolución-revolución del impresionismo. Un mero inventario de aciertos y reveses, insignificantes, intrascendentes y sin posteridad; ese fue el legado para los biógrafos de la persona.

Sé que otra cosa fue su obra. No me importa extinguir mi voz en acaloradas discusiones en los burdeles de Arles. Nadie ha visto el camino del pintor como yo lo he hecho; a ninguno debiera ocuparle el retrato de Van Gogh, pero no el que yo pinté, sino aquel que el tiempo nos entrega a cada uno de nosotros desde el más omnipresente atelier: las horas. Solo significan Los Girasoles, Dos Cipreses, Los Comedores de patatas («He querido poner conscientemente de relieve la idea de que esa gente que a la luz de una lámpara come patatas sirviéndose del plato con los dedos, trabajó también la tierra en la cual las patatas han crecido; este cuadro, por tanto, evoca el trabajo manual y sugiere que esos campesinos merecen comer lo que honestamente se han ganado. Me atrevo a afirmar que los Comedores de patatas, junto con otras obras que espero pintar, quedará.».)

Otra cosa ha de quedar de estos momentos, no el carácter, no la lucidez escondida, no la sentencia. Geniales cuadros han de existir sin interrupciones. Y con eso bastará.

Yo soy Gabriel, el que vio el disparo de la locura en una tela. La sangre, salpicada sobre el lienzo, dejó trazos como comas breves. No sé si alguien más ha visto el crimen. Prefiero guardar silencio para no despertar sospechas en los detractores de la creación no puramente racional. Sugieren (no sugieren, decretan) que no hay otra depositaria de la demencia que la decadencia total y nítida del ser. Los perturbados psíquicamente no pueden engendrar genialidades, la locura obstruye, es arena movediza donde se hunde el talento innato.

La locura dispara. Puede herir y matar, pero se reserva ocasiones para despertar un instinto que debiera irse por la herida abierta, y sin embargo rejuvenece con soberbia visión. Van Gogh recibió ese balazo cargado del fervor que trasladó, con intermitencias, a sus pinturas. Se debatió (no íntimamente como pudiera suponerse, sus vaivenes eran monitoreados por sus allegados: su hermano Theo principalmente) entre la necesidad de la palabra amada y la soledad sombría a la que lo llevaban sus repentinos y brutales ostracismos. Quiso ser muchas cosas antes de entregarse a la paleta: sacerdote, maestro, vendedor de cuadros…Siempre chocó su esmero con la marcada ausencia de rumbo fijo. A riesgo de parecer un embeleso retórico excesivo digo que fue como una hoja seca a merced de los vientos caprichosos, que crujía de dolor ante cada golpe de su entorno. Eso fue realmente. Aquello que lo llevó a la destrucción física fue lo que le dio la inmortalidad. Una eternidad que buscó conscientemente en cada lugar que vio su paso, esperando encontrar allí la saciedad de sus deseos. Paris, Bretaña, Arles, La Haya, testigos de su vagabundeo y su situación de permanente miseria espiritual y pecuniaria.

No importa si fue víctima, o mártir, o, si como exclaman algunos de sus investigadores, un fracaso ambulante (sus cuadros no recibieron grandes elogios estando él en vida). Lo que vale, indiferente a cualquier otro juzgamiento, es lo que fue capaz de hacer como artista.

No otra cosa ha de quedar. Geniales cuadros.

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Gabriel Rodriguez

Gabriel Rodriguez

Profesión

Gabriel Rodríguez nació en Lomas de Zamora en 1974. Estudió historia en el Joaquín V. González y Ciencias de la Comunicación en la UBA. Publicó un poemario y el libro de historias y microcuentos “Buenos Aires, ciudad de Luces y sombras”. Se desempeñó como educador popular y colaboró en diversos medios alternativos.

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