Por Laura Amori.
Soy una mujer alta y gorda. A mí el mundo me queda incómodo, me aprieta. El mundo no cede. Pero, también fui una niña alta y gorda que se metía igual al mar.
A pesar de las olas enormes y del agua fría de la costa de la provincia de Buenos Aires, siempre me gustó el mar. Podía pasarme horas sumergida, luchando por adentrarme cada vez más profundo, evitando la mirada de mi mamá y sin entender el posible peligro de entregarse a un mar revuelto, con la inconciencia feliz de la niñez. Salía arrugada y temblando, a veces hasta picada por aguas vivas, pero no me acobardaba una vez que ya estaba metida en el mar.
Lo peor era llegar hasta la orilla. Superar la arena que quemaba los pies, y las primeras salpicaduras heladas de las olitas que rompían en los tobillos, en los muslos y en la panza. Pero una vez pasado el peor momento, una vez metida hasta la cabeza, ya estaba todo bien, ya podía pasarme horas nadando. Venían los juegos y flotar. Flotar era lo mejor. Dejarme llevar por las olas, perder la conciencia del cuerpo, ser liviana boca arriba con los oídos tapados de agua sintiendo el mar rugir adentro de la cabeza. La boca salada. El cuerpo blando, incansable.
El mar era algo real en mi niñez. Algo que llegaba de vez en cuando, pero llegaba.
No recuerdo cuándo fue la última vez que me metí al mar. Sucedió alguna vez en mi vida adulta pero fue hace mucho. Hoy el mar para mí es un anhelo. Extraño esa relación íntima con el agua, ese olvido del cuerpo, ese transcurrir tan particular del tiempo. Porque en el mar transcurre el tiempo de otra manera. Algo pasó en mi cuerpo de adulta. La mirada de los otros sobre mi cuerpo hizo que ya no me atreviera a cruzar la arena caliente a los saltos para llegar a esa bendición fría y rugiente. La mirada de los otros sobre mi cuerpo me dejó estática en la arena que quema. La vergüenza y el dolor que me generan la intolerancia de los otros sobre mi cuerpo, me alejó del mar.
Hoy el mar es mi deseo.
Hoy el mar es metáfora también. Por eso hace meses que no puedo dejar de pensar en el mar. Al mar se lo lee y se lo ve, es marea violeta y verde. Hoy el mar está en la calle, en cada marcha de mujeres que luchan por la igualdad, por la libertad del placer, por la decisión sobre el propio cuerpo: el cuerpo que a mí me deja afuera del mar. El cuerpo que no se adapta a cánones de belleza ni de estética.
Soy una mujer alta y gorda. A mí el mundo me queda incómodo, me aprieta. El mundo no cede. Pero, también fui una niña alta y gorda que se metía igual al mar.
Soy una mujer que no quiere quedar afuera de este nuevo mar verde y violeta. Quiero que este mar también acepte mi cuerpo, porque todavía no me encuentro ahí, todavía no me siento parte. ¿Cuándo vamos a abandonar la gordofobia? La gordofobia es “no te sientes si no cabés”, es “de cara sos linda”, es usar la palabra gorda como insulto, como chiste; suponerme enferma, decir que todo es por mi salud; gordofobia son los tres o cuatro locales de ropa en donde puedo conseguir algo que me entre, además de que me guste. ¿Cuándo vamos a dejar de comprar y ponernos ropa que venden en negocios que publicitan cuerpos de falsa felicidad?
Seis de cada diez personas en el país donde habitamos, son gordas o no responden a parámetros de delgadez. Entonces, si miramos a nuestro alrededor, si recorremos nuestra vida y entre nuestros afectos o entre las relaciones amorosas que tenemos o tuvimos; si entre las personas con las que experimentamos sexualmente, o incluso entre los artistas que admiramos y respetamos, no registramos cuerpos que no sean los hegemónicos y aceptados, no registramos cuerpos gordos, no se debe a un error de estadística, ni a una casualidad, ni a la física y química, ni a una conjunción astral. Se debe a que somos gordofóbicos. Somos un país que no registra su propio cuerpo, un país que se cree flaco. ¿Cuándo vamos a aceptar a todos los cuerpos? ¿Cuándo veremos a todos los cuerpos danzar, actuar, desear, gozar? Todos los cuerpos son dignos de amor, todos los cuerpos merecen respeto.
Estoy en la orilla y tengo los pies en este mar. Acompaño la lucha, y porque es inmensa e imparable, estoy segura de que la ola me va a llegar. Esta vez tengo confianza, veo y siento el amor que crece, el discurso implacable. Estoy en la orilla. Y no hay revolución posible si no están todos los cuerpos incluidos. Si no dejamos de pensar en la delgadez como sinónimo de belleza o felicidad. Sin dejar de identificar quiénes son los que establecen esos parámetros como verdaderos, y combatirlos. Pero también sin dejar de pensar en por qué los alimentamos y sostenemos nosotros mismos.
Soy una mujer alta y gorda y estoy en la orilla. Siento el rugido y sé que mi ola va a llegar. Quiero volver a nadar. Quiero sentir de nuevo el mar en el cuerpo.
El goce es político.
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