Valentina Caff.
Compartimos con nuestros lectores un adelanto del nuevo libro de Valentina Caff, PISO 27. ¿Hasta dónde podemos subir y hasta dónde bajar en el deseo de ser nuestra mujer perfecta? O la que creemos que es nuestra. Esos dos polos recorren este maravilloso libro de relatos que nos tienen en vilo hasta el final.
El momento en el que conocí a Mateo yo alquilaba un dos ambientes chiquito pero muy paquete en Belgrano y me tomaba todos los días el subte D para ir a la oficina. Subía religiosamente en Congreso de Tucumán y hacía el trayecto bajo tierra hasta 9 de Julio.
Cuando uno es tan riguroso en sus horarios hay ciertas caras que terminan siendo familiares. Incluso, en algunos casos, más o menos sabía dónde se bajaban. He despertado a pasajeros que, si no era por mí, terminaban en la zona de maniobras de Catedral. Por eso, cuando Mateo subió a ese vagón en Congreso a las ocho de la mañana del lunes más frío del año, supe que nunca lo había visto en mi vida.
Enseguida me di cuenta de que era un tipo clásico. Vestía unos pantalones pinzados como los que usaba mi papá cuando trabajaba en el banco, bien rectos, botitas de gamuza y un montgomery azul de muy buen corte, con botones de madera. Debajo, se veían las mangas de un sweater beige y completaba su abrigo con una bufanda azul y un gorro de lana haciendo juego. Del gorro se escapaban unos mechones de pelo color arena. Era grandote y tenía las facciones bien marcadas. La barba, prolijamente recortada, cubría una quijada que le daba sentido a todos los rasgos de su cara. En definitiva: era un gringo hermoso.
El tren había llegado hacía unos minutos a la estación, que a esa hora estaba bastante vacía. Ya me había sentado en el primer vagón. Había varios asientos desocupados, pero él eligió sentarse a mi lado. Y así empezó todo.
Era grandote, sus hombros pasaban los límites invisibles de su asiento y el mío. Cuando las sirenas sonaron anunciando la partida y el subte empezó a moverse nos rozamos varias veces con el balanceo. Yo, que tonta no soy, estaba más flojita que nunca. Me dejaba llevar por los vaivenes, y él tampoco ofrecía resistencia. Hasta Juramento estuvimos así. Disfrutando de la sutileza de cada roce. En José Hernández se quitó el gorro y dejó caer un mechón sobre la frente. El pelo suelto le daba un aire más juvenil. Pero lo mejor fue ese perfume que inundó todos mis sentidos.
Giré la cabeza directamente para verlo bien. Él se sintió observado, me miró y sonrió. Me prendí fuego. En la hilera de asientos de en frente la señora de saco de pana, pasajera habitual, nos miraba atentamente.
Era divorciado. Lo supe porque mientras hurgaba en la mochila buscando su celular pude ver la marca blanca de un anillo que ya no estaba en su mano derecha. Es decir, se trataba de un hombre medianamente maduro, que había vivido la vida y sabía lo que quería. Determinante. No iba a tener que enseñarle todo, ni iba a correr ante el primer “te amo”. Suena tonto, pero pasa mucho con los pibes de hoy en día. Enseguida supe que íbamos a funcionar.
En Ministro Carranza el vagón se empezó a llenar, subió una mujer con un bebé sujeto del pecho con una especie de morral, y Mateo, antes que cualquier otro, se apuró para cederle el asiento. Era él. El hombre que estaba buscando. No de esos que las minas le tienen que chocar la nariz con la panza de nueve meses para que les den el asiento. Sin duda, un tipo con los huevos bien puestos y los valores sociales básicos aprendidos.
Cuestión que se paró y se acomodó en frente de mí. Desde esa perspectiva lo pude ver mucho mejor, se veía realmente gigante agarrado del pasamanos. Nos miramos un par de veces. Una de las cuales él se ruborizó.
En un momento se ve que tenía calor porque se aflojó el nudo de la bufanda y se soltó los dos primeros botones del montgomery. Pude ver su cuello. Lo miraba fijo y él también me miró. Entendí la invitación. Por eso me solté mi pañuelo gris con hilitos plateados y desabotoné el saquito príncipe de gales que me habían regalado mis amigas para mi cumpleaños. Miró. De reojo, pero miró. Es increíble cómo en medio de tanta gente se puede tener un gesto de intimidad como ese.
Mirada va, mirada viene, pasamos Palermo, Plaza Italia y Scalabrini Ortiz. Cuando llegamos a Bulnes un aluvión de personas entró al vagón con arrebato. Y ahí el combo completo de madres con bebés, embarazadas y viejos. Así que me paré para cederle el asiento al que más lo necesitara. Parecía que no cabía ni un alfiler cuando seguía entrando más y más gente. En el forcejeo, quedé apretada entre una mina con una mega cartera que se me incrustaba en la espalda y Mateo de frente. Tenía todo mi cuerpo apoyado contra el suyo. Tuvimos que tirar la cabeza hacia atrás para no chocarnos y apresurar un primer beso.
La situación emanaba tensión. La marea humana nos balanceaba de un lado a otro. Se escuchaba por los parlantes al motorman decir: “Dejen cerrar las puertas, por favor”. Sonó la alarma y los que estaban forcejeando dieron un último empujón. No cabían más pies. Me tropecé con mis propias botas y casi caigo cuando la mano firme de Mateo me sujetó por el brazo y me ayudó a incorporarme. “¿Estás bien?”, me peguntó. Y yo le quería decir que nunca había estado mejor en mi vida, pero me limité a contestar: “Sí, es que esto es una locura”. Y él soltó una carcajada que dejó al descubierto una dentadura perfecta. Era obvio que había pasado por un buen dentista. Supe de su estatus. Le contesté con una sonrisa.
En Pueyrredón bajaron varios jóvenes y se pudo volver a respirar. La cercanía ya era injustificable por eso nos separamos. Entendí que él hubiera querido seguir así cara a cara, pero por respeto dio unos pasos al costado.
Yo estaba buscando una excusa para volver a estar tan cerca de él cuando me sobresalté al escuchar las puertas abrirse en Facultad de Medicina. Subieron pocas personas, entre ellas una chica alta rubia con campera militar, jeans rotos y borceguís. Enseguida pareció reconocerlo y gritó un efusivo “¡Mateo!”. Así supe su nombre.
Empezaron a conversar animadamente. Nombraban a personas que yo no conocía y lugares a los que jamás había ido. Incluso él le contó que ese mismo día empezaba a trabajar en una empresa nueva. Me pareció tan desubicado todo. Ella cada tanto se tiraba el pelo largo hacia atrás. Sabía que lo hacía a propósito. Mateo estaba tan desenvuelto con esa don nadie. Estaba a la vista que no era para un tipo como él. Vestía de una forma que no combinaba con su forma de ser. Mascaba un chicle rosado. Y si sé el color es porque lo hacía con la boca abierta, muy abierta.
Cada tanto acentuaba sus frases con un balanceo hacia atrás que finalizaba con una mano en el hombro de Mateo. Le tiré por lo menos tres miradas amenazantes que él ni siquiera registró. Miré a mi alrededor para ver si había testigos de la situación de mierda a la que me estaban sometiendo y me topé con los ojos de la vieja del saco de pana. Y no entendí. No entendí qué me decían esos ojos.
Ya por Callao ella dijo: “Bueno, Matu, me bajo acá. Nos vemos. Nos tenemos que juntar, eh. Organizá con los chicos para la semana que viene”. Por fin se bajó. Yo me quedé parada, esperando algún tipo de explicación. Pero él no solo no reparó en mi mirada penetrante, sino que sacó unos auriculares pequeños del bolsillo del saco, los conectó al celular y empezó a buscar una canción. La encontró y satisfecho volvió a guardar su iPhone en el bolsillo. Me lo quedé mirando. Me acomodé al costado de él y escuché cómo sonaba Gustavo Cerati a todo volumen.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero me mantuve callada. Me acordé de mi psicóloga diciéndome: “Los tiempos de los hombres no son los mismos que los de las mujeres. Hay que saber respetarlos. Y, sobre todo, no dejarse llevar por la ansiedad”. Me guardé todo lo que tenía para decir.
Pasamos Tribunales, y nada. En 9 de Julio me tenía que bajar y él seguía haciendo esa escenita de ignorarme brutalmente. Cuando vi que la cosa daba para largo tomé la decisión de no bajar. La oficina podía esperar. Ese fue mi gran error.
Llegando a Catedral, Mateo se sacó los auriculares y empezó a abrigarse. No iba a hacer conexión. Iba a bajar ahí. Yo lo imité. Le di tiempo. El subte entraba en la estación y Mateo seguía indiferente. Todos empezaron a aprontarse en la puerta del vagón. Giró para imitarlos. El tren frenó y él todavía en silencio. Cuando las puertas se abrieron, sentí un vacío tan grande.
El vagón venía casi lleno. La gente tardaba en bajar. Había tiempo. Pero, ¿qué necesidad de llegar a ese punto? Cuando los que estaban antes que él bajaron, y Mateo se adelantó para hacer lo mismo no lo soporté. Lo agarré del hombro con tal fuerza que él giro sobre sus talones. “¿Cómo me podés hacer una cosa así? ¿Qué hice mal para que te vayas de esta forma?”, le dije. Y él simplemente se quedó mirándome como sin entender.
—Me venís boludeando desde que nos conocimos. Te banco que me ocultaste lo del matrimonio fallido y después me caés con esa pendeja rocker. ¿Vos te pensás que soy pelotuda? —lo increpé.
—Creo que estás…
—Estoy sacada, sí. Porque me usás, me histeriqueás y ahora me dejás.
—Estás confundida de persona.
Intentó salir del subte y lo volví a agarrar, esta vez de la manga del saco y quedó a medio paso. Escuchaba por el parlante repetir una y otra vez: “Por favor descender del tren”. Pero a mí no me importaba nada.
—No te vas a ningún lado hasta que no me expliques qué carajo pasó porque no entiendo.
Un hombre de traje que estaba atrás le preguntó: “¿La conocés?”. Y él con total descaro repetía: “No, no”, con las manos en alto como si lo estuvieran acusando de un crimen. Como si estar conmigo fuera un crimen.
—Mateo, la puta madre, estoy llegando tarde al trabajo por esta escenita.
—¿Cómo sabés que me llamo…
Y se escuchó que el tipo de atrás murmurar: “La conoce”. Me di vuelta y le respondí: “¡Claro que me conoce!”.
El tipo se adelantó y dijo: “Arreglen sus cosas en otro momento” y empezó a avanzar. Los de atrás lo siguieron. Nosotros también. Intentó una vez más zafarse y empezamos a forcejear hasta que vino un empleado de Metrovías.
Con fastidio, nos invitó a seguir discutiendo afuera. Yo estaba dispuesta a hacerlo. Pero Mateo no hacía más que arruinar todo aún más. “No, es que yo no la conozco, con ella no tengo nada que ver”, decía con un tono en el que se notaba que estaba perdiendo los estribos.
¡Qué hijo de puta! ¿No? Pensar que de estos tipos está lleno. La verdad es que me superó la situación y empecé a gritarle: “Hijo de puta, te hice el aguante todo este tiempo, respeté tus espacios y ahora decís que no me conocés”.
El tumulto fue creciendo, pero cuando por el parlante anunciaron que la línea D estaba demorada por disturbios el ánimo se caldeó más. Ya no era la única que estaba enojada. Un par de señoras vinieron a increparnos: “Tenemos que ir a trabajar, cáguense a puteadas afuera si quieren”. Y yo me tomé el trabajo de hacerles entender lo que era ese tipo. Las mujeres somos empáticas, y se ve que me entendieron porque mientras Mateo intentaba escapar entre la muchedumbre lo empujaban, una de ellas tan fuerte que lo hizo caer al piso. Tengo que admitir que me dio lástima, por la historia que teníamos, por lo que habíamos vivido, verlo así en el piso me ablandó un poco.
Cuando vi que se acercaba un policía de esos bien lentos, caí en la cuenta del papelón que estábamos haciendo. Mientras Mateo se incorporaba, yo me le adelanté para explicarle que él estaba transitando una época de muchos cambios porque recién se había separado y ese mismo día empezaba un trabajo nuevo. Incluso me ofrecí a salir del andén y hablar afuera. Pero Mateo seguía en un estado de negación terrible.
—¡Basta! Me van a tener que acompañar los dos —dijo el policía con cara de fastidio.
—¡No, no! Señor, yo no la conozco, hoy es mi primer día de trabajo y no puedo llegar tarde.
—Pero entonces sí se conocen, porque ella me acaba de comentar su situación —dijo rápido de reflejos el poli.
—Le juro que no tengo idea de cómo sabe mi nombre, trabajo, y que soy divorciado.
El policía agarró una libretita miserable y empezó a pedirnos los datos personales. Hacía caso omiso a los gritos desesperados de Mateo. Nos miraba con desconfianza. En el parlante anunciaban la normalización del servicio. Se volvieron a abrir las puertas del tren, y minutos después, el subte se fue lleno de curiosos.
Yo insistía en hacerlo entrar en razón, pero él estaba negado.
—Matu, basta, me estás dejando como una loca —le dije en un claro tono conciliatorio. Él me seguía mirando confundido.
La señora del saco de pana, que evidentemente nunca se había movido de ahí, me agarró la mano y me dijo: “Vamos, querida, él no es para vos”. Después dirigiéndose a Mateo y al policía les dijo: “Yo me la llevo, dejemos esto acá”. Y yo pensaba: ¿yo ME la llevo? Esta vieja metida me viene a tratar de nena revoltosa. Era lo que me faltaba.
—Chicos, yo la verdad no me quiero meter, pero esto ya es demasiado, me van a tener que acompañar a la comisaría. Hacen la declaración y después si quieren se matan —dijo el policía en un arrebato de soluciones pedorras a corto plazo.
—No, no. ¡Está loca! ¡Loca! ¿Entiende? ¡Loca!
Fue doloroso escuchar sus palabras, ver a la vieja del saco de pana con cara de lástima, el sonido del nuevo subte que se acercaba a la estación. Era mucho. Era demasiado.
—Mateo, cortala, por favor —alerté ya sin paciencia.
Y él seguía gritando “¡Loca! ¡Loca! ¡Loca de mierda!”. En un momento, totalmente sacado, se me acercó bruscamente y me zamarreó. ¡Me zamarreó! Con todas las formas posibles de tacto, eligió esa. Yo simplemente, lo empujé. No hubo intensión. Fue una tragedia. Insisto, ¡fue una tra-ge-dia!
Malditos ignorantes del amor los que se atreven a dudar de mis intenciones. Los que afirman que yo quise hacerlo caer a las vías. La acción no siempre está ligada al efecto. La intención es otra cosa. Y nadie habló de las verdaderas intenciones. Solo analizaron los efectos. Mateo, que realmente me conocía, me hubiera entendido.
Pero en las tragedias los factores se cruzan caprichosamente, se mezclan y confunden. Y en esta que estoy contando, el subte se cruzó con Mateo. O fue al revés. Mateo se cruzó con el subte. Quién sabe.
Pude verlo todo tan claro. Mateo cayendo, el golpe del subte contra su cuerpo, el espanto de los pasajeros del andén. Los latidos acelerados. Tengo grabado el inequívoco ruido de los huesos al romperse. El chillido de los frenos que activó el conductor en un inútil intento por evitar el desenlace. Pero, sobre todo, el dolor que sentí por haber perdido al amor de mi vida.
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Valentina Caff
Conductora y columnista
Se desempeña como conductora y columnista en radio y televisión. Además realiza colaboraciones para revistas.
Como escritora, participó de lecturas en la Feria del Libro y en eventos temáticos de diversos ciclos
multiartísticos. Uno de sus cuentos fue publicado dentro de la antología Tetas, historias de pecho
(2015).
Felicitaciones!!!
Entré sólo para ver de qué se trataba y no pude dejar de leerlo. Es muy bueno!
Es muy bueno ,te atrapa
Felicitaciones
Muy bueno! Realmente te atrapa y no podes parar hasta el final.
Felicitaciones!
Muy bueno! Felicitaciones!
Además de atraparme esta historia.
Valentina es hija de mi amiga adorada, gran madre y excelente persona.
Valen tiene los mismos valores que su madre. Además de preciosa, simpática, educada, estudiosa y miles de cosas más, me alegra enormemente éste primer libro, que seguramente será el inicio de una gran trayectoria. Muchos éxitos !!!!
Felicitaciones!!!!!
Muy bueno! Realmente te atrapa y no podes parar hasta el final.
Felicitaciones!
Muy bueno! Te atrapa hasta el final! Felicitaciones!