Miguel Gaya.

Miguel Gaya reflexiona sobre el affaire Louise Glück

Hace un par de meses todo fue alegría en el jardín de Facebook, cuando le dieron el premio Nobel a una poeta. Semanas después, cundió la indignación. Esa poeta le había retirado su obra a unos editores españoles que aparentemente habían contribuido mucho a la difusión de su obra en nuestro idioma. Hubo, incluso, y si no me equivoco, firmas de repudio y notas varias donde los editores hablaban de sus perjuicios económicos y morales, incluyendo destrucción de ediciones listas para salir oportunamente al mercado.
Luego se difundió que la poeta había entregado su obra al cuidado de un agente, de mal apodo El Chacal. Finalmente, se reprodujo una nota en la que el susodicho Chacal se lamentaba porque en la defenestración furiosa de la poeta no se había escuchado su parte. A continuación, puntualizaba una serie de supuestos abusos e incumplimientos por parte de los editores maltratados. Nada que ningún escritor no haya escuchado antes de cualquier editor vivo, muerto o por nacer. Por último, se anunció que el editor español Visor se había llevado las palmas y las poesías a su catálogo.
Como siempre sucede con estas polémicas literarias, me llamaron la atención tres cosas. Una, el insaciable entusiasmo de las almas bellas por azuzar cuanta hoguera se alce para calentar su sentido de la justicia. Casi no importa la causa, sino la indignación.
Dos, la facilidad y el fanatismo en la toma de posiciones. Como el agente de mal nombre bien dijo, nadie se interrogó por las razones de ambas partes, y se dieron por buenas las que se esgrimieron, sin el mínimo interés por datos duros o comprobados. A estas alturas, resulta imposible saber a ciencia cierta si hubo contratos, si estos fueron honrados, si las liquidaciones fueron regulares y ciertas, si las ediciones y reediciones fueron escrupulosas, si la autora fue informada o si requirió información.
Y punto tres, y el más importante: ¿Y a mí qué me importa? En un sentido general, toda injusticia debería indignarme, es cierto. Todo entuerto debe desfacerse, por supuesto, que para eso patrullamos las redes sociales a lomos de Rocinante. Pero, si de un cuerpo multitudinario de escritores y editores se trata, ¿de qué modo sintieron que sus intereses y emociones estuvieron involucrados en la polémica? ¿Y de qué modo reaccionaron?
Esto es lo que me dejó asombrado. La polémica, más allá de la indignación, no dejó nada. Ni una reflexión, ni una alternativa, ni una propuesta.
Sabemos que la escritura, el libro y la lectura, están transformándose. Sabemos que la cadena de producción, venta y consumo del libro también lo están. Sabemos que la literatura está perdiendo peso y valor social. Y pese a eso, nos aferramos a las estructuras ya obsoletas antes de la pandemia, ni hablemos de lo que vendrá después.
De todo esto, nada. A lo sumo, hemos vuelto a saber que los autores somos casquivanos, y en cuanto ganamos un premio nos transformamos en rapaces de cuidado. Que los editores se abusan de los buenos de los autores, y los libreros son taimados y escondedores. Creo que Cervantes se quejaba de lo mismo.
Mientras tanto, y solo para incordiar, ¿a alguien se le ocurre algo? ¿Cómo serán los libros en papel, cómo la venta, cómo el seguimiento de las ventas, cómo las liquidaciones? ¿Cuál es el precio de un libro digital, cómo se vende el material digital, cómo se controla su uso y circulación? ¿Cómo deberían ser los contratos, y entre quiénes? ¿Cuáles las nuevas tareas de editores y cadenas de ventas, cuáles sus responsabilidades y cuáles las formalidades? ¿Qué métodos y tecnologías existen, disponibles hoy, para control y seguimiento y pago de las ventas realizadas? Esto, claro, solo para empezar.
Si seguimos sin debatir, si seguimos acusándonos los unos a los otros con los argumentos de siempre, solo resta sentarse a esperar que otros decidan por nosotros.

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