Por Gabriel Rodríguez.
Un cuento de Gabriel Rodríguez.
El chico se detuvo en mitad de su rutina. Se dejó envolver por el sol del mediodía, que empezaba tardíamente a calentar la jornada del otoño recién llegado. Primero quedó mirando sus pies, o yo creí que miraba sus pies. Luego dio un par de pasos atrás para contemplar lo que realmente estaba observando, lo que había hecho que se detuviera, que se olvidara por unos instantes de sus obligaciones laborales, que continuaban gritándole que siguiera su camino, que no podía perder más tiempo ahí parado, ociosamente, mirando vaya a saber qué cosas.
Era una pintura lo que lo amarraba. O mejor sería decir una pintada.
Yo, que demoraba mi destino sentado en un banco de la pequeña plaza, cambié mi vista de lugar. Pasé de mirar a los padres y a las madres esperando por la salida de sus hijos del colegio primario, a observar a ese pibe parado, solitario y sorprendido, que parecía también estar esperando algo. Él no sabía qué, pero su mirada fija en ese blanco y sus manos dibujando en el aire parecían entregar una pista. Yo intuí que una explicación era lo que aguardaba. De la imagen. De esa pintada hecha allí, en ese lugar tan lejano de donde solía estar, de dónde él la había visto alguna vez, sin saber mucho qué podía ser, igual que ahora.
Me levanté de mi descanso dispuesto a contar una historia, a narrar una historia que fuera suficientemente valiente como para convertirse en todas las historias que se escondían en esa imagen, en ese blanco pañuelo pintado en la plaza. Rápidamente traje a Azucena y a Maria, a Esther, y a Estela y a Hebe, y a Nora. Norita me dijo que también servirían Rodolfo y el Padrre Múgica, y Héctor y Haroldo. Así sí estaría bien armado de todos ellos, de todas ellas, listo para que no se le fueran nunca más de la cabeza, al pibe, para que supiera al fin por qué la imagen ahí, el pañuelo ahí y en donde él lo había visto, y en las paredes de villas, y en muros de cementerios, y en terraplenes de ferrocarril, en todas las ciudades, en todos los pueblos, en cada potrero.
Me paré, me cubrí los ojos del sol haciendo visera, y caminé hacia donde él. Pero antes que yo llegó ella, con su uniforme reluciente de directora de escuela pública, con su sonrisa y sus manos gesticulando un mapa para ir hacia el pasado. Se arrimó al pibe y dijo, simplemente, como deben contarse las cosas importantes: hola, ¿sabés qué significa ese pañuelo blanco? Si vos querés te cuento. Vení, sentémonos acá.
Y me fui feliz. Tranquilo. Alli quedaban todas ellas, todos ellos, contándole que el 24 de marzo de 1976…
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