Por Julián Scher

En el 2017 se pública «Los desaparecidos de Racing». Julián Scher abrió una nueva puerta desde donde gritar fueron 30.000! No solo es un libro sobre 11 desaparecidos hinchas y socios de Racing. Es un libro mucho mas amplio, en donde interpela a los clubes y que desde entonces desencadeno un reconocimiento que avanza club a club desde entonces.

O las dos cosas. O todo junto. O da igual porque, al fin y al cabo, 11 y 30.000 son símbolos de lo mismo.

Son las ganas de gritar un gol o la tenacidad para caminar barrios en las mañanas de lluvia y de frío. Son los abra¬zos con la gente querida ante la gloria de ver a Racing campeón y son las asambleas para defender a rajatabla los derechos de los laburantes. Son actos de vida.

Actos de vida. Unos detrás de los otros, actos de vida arrancados de golpe por un genocidio decidido a refundar la Argentina en clave de capitalismo financiero —con el orden social y económico que implica—. Eso. Un geno¬cidio que merece todas las condenas, por los siglos de los siglos. Pero también más que eso. Mucho más que eso: detrás de cada secuestro, una experiencia; detrás de cada tortura, la necesidad de un mundo más justo; detrás de cada desaparición, la búsqueda de una manera de ser con los otros que el terrorismo de Estado intentó aniquilar a sangre y fuego. Y mucho, muchísimo más que eso: sueños de justicia social e ilusiones de amores eternos; esperanzas de libertades intocables y ternuras de chicos en cuerpos de no tan chicos; voluntades de protagonismo en la historia de este país y pasiones por esa identidad que giró, gira y girará en forma de número cinco. Son entonces actos de vida que, sumados aquí y allá, no dan otra cosa que vida y más vida. Y las vidas de una época sirven, en última instancia, para entender y rescatar y aprender y valorar una época.

Juan Gelman, militante y poeta, dice en una frase lo que al resto de los hombres le podría llevar la eternidad explicar: “Ellos se murieron, pero todo lo que hicieron, desde sus actos hasta su literatura, fueron hechos de vida”. Y así es. Tal cual. De carne y hueso. Bien de carne y bien de hueso. Ni por asomo héroes de bronce emplaza¬dos en un pedestal al que se observa desde el subsuelo.
¿Que no lo creen?

Vayan detrás de Alejandro Almeida a comprar una gallina para tirarles a los de River.

O escuchen lo fuerte que grita Diego Beigbeder cuando Oreste Corbatta acierta desde los doce pasos.

O sientan con Jorge Caffatti lo que significa pararse en la popular de la mano de un papá.

O avancen con Álvaro Cárdenas para que les muestre cómo se canta en la tribuna con el brazo extendido.

O ríanse de la manera en la que Jacobo Chester se filtra en la cancha para pegarse a sus ídolos.

O disfruten mirando a Dante Guede paseando por el Cilindro con su hija sobre los hombros.

O comprendan el pedido de Gustavo Juárez para que un amigo le relate cómo fue el partido del domingo.

O miren a Alberto Krug escabulléndose de una reunión para alentar a la Academia.

O aférrense al cielo con Osvaldo Maciel para certificar que Roberto Perfumo la puso en el ángulo.

O corran con Roberto Santoro, vestidos con una camiseta celeste y blanca, por el empedrado de Chacarita.

O lloren con Miguel Scarpato con la noticia de que el título se escurre de la punta de los dedos.

Los que vacilan pueden hacer todo eso: la condición humana, es decir, lo que ocurre en el corazón de la gente, los espera.

El plan sistemático de exterminio, que no fue un experimento de marcianos malintencionados sino una tec¬nología de poder apuntada a destruir y a reorganizar las relaciones sociales determinantes de la sociedad, no definió a los que quería arrasar según un criterio fut¬bolístico sino a partir de la decisión de clausurar cualquier tipo de actividad contestataria, crítica o solidaria. Pero no se detuvo ahí. Porque un genocidio, según señala el sociólogo Daniel Feierstein, es un proceso extenso que incluye la realización simbólica de lo ocurrido, o sea, el despliegue de relatos que buscan que la experien¬cia traumática sea leída según el punto de vista de los perpetradores. Y es acá donde vale la pena tomarse un minuto y citar a Feierstein para comprender de qué se habla cuando se apuesta a traer al presente nuevamente las razones que impulsaron la masacre nacional: “Si bien las víctimas fueron eliminadas por el carácter de las prácticas que desarrollaban, en el discurso argentino posterior, durante los años ochenta, el carácter de esas prácticas queda negado y lo que aparece es un discurso que, en la oposición a la lógica del ‘por algo será’, ter¬mina respondiendo con la lógica del ‘no había hecho nada’. Y desde este lugar queda negada simbólicamente la práctica que dio origen a la desaparición. Esta negación opera, sin embargo, en un doble sentido: impidiendo la reapropiación de la práctica, pero manteniendo, a la vez, un reaseguro en el terror”. No es un detalle cómo se lee el pasado desde el presente. Hacerlo a favor o en contra de los deseos todavía latentes de los genocidas es una cuestión vital para la construcción del futuro.

Sin dudas. Fue por la política. O por la militancia. O por el compromiso social. No por nada. Por eso los desa¬parecieron. Puede haber casos que funcionen como la excepción a la regla. Pero son eso: excepciones a la regla. Y la regla en este proceso genocida fue la delimitación de un enemigo portador de dos características básicas: la vocación de asociarse en espacios colectivos y la con¬vicción de impedir una redistribución pronunciada del

ingreso en favor de las clases dominantes. Las prácticas surgidas desde esas dos premisas son amplias, variadas y, a veces, hasta contradictorias. Pero lo indiscutible es que, entre las décadas de 1960 y de 1970, miles de personas en estas tierras se volcaron a participar en las disímiles plataformas que se desarrollaron para motorizar las ganas de transformar la realidad —o, al menos, alguna parte de la realidad—. Y es esa enorme historia de muchas y de muchos, dentro de un contexto económico, político y cultural específico, la que se filtra en los recorridos individuales de quienes cargaron en sus cuerpos con la responsabilidad y con la alegría de pelear por un proyecto de sociedad que terminó de ser derrotado por la dictadura cívico-militar que se instaló en la Casa Rosada el 24 de marzo de 1976. Son justamente esas historias, las de uno, las de otro, las que tiene sen¬tido rastrear para que las prácticas que el terror quiso desaparecer para siempre no desaparezcan y se sienten en la mesa de la discusión.
La pregunta es por qué el fútbol. O por qué, habiendo tantas aristas para exponer la barbarie inenarrable, el fútbol. O por qué, existiendo tantos fenómenos atra¬pantes desde los que tratar de representar las experiencias vitales de una generación, el fútbol. Hay diversos caminos para responder.
Uno, dejar que el antropólogo Eduardo Archetti argumente: “El fútbol argentino ha constituido un área privilegiada donde se entrelazan el orgullo y las decepciones, las alegrías y las tristezas nacionales”.
Dos, afirmar que, especialmente en la Argentina, el fútbol es un juego en sí mismo pero es también una pertenen¬cia, es una identidad, es una vía para encontrar pares y es una ruta para trazar un mapa de afectos estables, duraderos y unidos por cosmovisiones comunes y por historias compartidas.

Tres, expresar que, lamentablemente, el universo insti¬tucional del fútbol, a diferencia de múltiples actividades deportivas y no deportivas de la sociedad civil, contribuyó poco, en más de tres décadas de democracia, a la generación de herramientas útiles a los discursos de memoria, de verdad y de justicia.

Cuatro, asegurar que el fútbol, pasión notable en el sur del continente americano, fue para muchísimos de los desaparecidos una patria potente que los acompañó desde el nacimiento hasta siempre.

Cinco, recordar que los clubes son asociaciones civiles sin fines de lucro que fueron fundadas como dispositi¬vos para compartir la vida con otros y que tienen —lo reconozcan o no— socios e hinchas víctimas del geno¬cidio que formaron parte de sus comunidades.
Y seis, preguntarse si el fútbol, lo más importante entre lo menos importante —según la frase provocadora de Jorge Valdano, futbolista campeón del mundo en 1986—, no puede ser una excusa perfecta para lanzar a lo impor¬tante sobre una porcioncita de la agenda.
Es Racing. Y son pequeñas biografías. ¿Por qué la Academia? Por los mismos latidos fuertes que otros sienten por la camiseta que sea. Ojalá vengan los que indaguen más hori¬zontes y con fórmulas más cautivantes. Acá lo que hay es simple: 11 textos sobre las vidas de 11 hinchas de Racing construidos a partir de los testimonios de quienes fueron testigos de sus andanzas dentro y fuera de las canchas de fútbol y de su militancia. Corresponde también, aunque sus relatos queden para otra vez —como los de las historias que resta aún descubrir—, incluir a Luis Avellino, a Liliana Corti, a Mario Díaz, a José Flores, a Enrique Juárez, a Carlos Mugica, a Heriberto Ruggeri, a Daniel Schapira, a César Nieto y a Olga Ana Cepeda. Todos ellos, por supuesto de la Academia, por supuesto presentes, fueron desaparecidos y/o asesinados por el terrorismo de Estado.

Si la memoria incomoda, y está bien que así sea, la única certeza es que las historias, sin ocultar el dolor, van desde la alegría. Ser hincha y ser militante, ser militante y ser hincha, se trata en última instancia de arrimarse lo más seguido que se pueda a la felicidad. A la felicidad, que siempre es con otros.

El desafío está lanzado para los que quieran sacudir la camiseta. Y eso no es otra cosa que el fútbol en estado puro. Y eso no es otra cosa que una invitación a la vida.

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